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MÚSICA CRÍTICA

Tensión y desafecto

No está resultando precisamente fácil el adiós de Ramón Tebar de la Orquesta de València, de la que fue director titular hasta la pasada temporada. En esta ocasión, y cumpliendo con el acuerdo de finiquito que contempla diez conciertos más allá de su titularidad, el director valenciano ha retornado para liderar un programa en el que cohabitaban dos páginas tan disímiles como el mal envejecido Concierto levantino, para guitarra y orquesta, del valenciano Manuel Palau (1893-1967), y la requetescuchada pero siempre magnífica Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorák. Como solista en el imposible empeño de ajustar equilibrio y balance en el concierto de Palau, José Luis Ruiz del Puerto, valenciano de Córdoba y adalid de los repertorios menos trillados.

Es difícil recomponer los hilos de una relación rota en la que se ha impuesto el desafecto. Y la Orquesta de València hace ya tiempo que perdió la ilusión por una titularidad que, como se volvió a comprobar el jueves en el concierto fuera de tiempo programado en la fastuoso pero antimusical Lonja de la Seda, ha resultado fallida. A pesar de percibirse evidente que maestro y profesores pusieron -y ponen- la mejor voluntad en que estos conciertos fuera de tiempo resulten lo menos incómodos e ingratos posibles, el resultado artístico y técnico no se corresponde con las buenas intenciones.

La tensión se palpaba en el escenario, con un Ramón Tebar áspero, rocoso y en permanente tirantez, algo que se sintió particularmente en la abrupta versión que planteó de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorák, en la que el lirismo se tornó sobresalto, la efusión rigidez y el aliento popular sonrisa impostada. Aunque no faltaron momentos destacables, como el canto del corno inglés invitado Daniel Ibáñez en el lento segundo movimiento, la flauta de Salvador Martínez, o en general, y salvo detalles, las brillantes trompas lideradas por María Rubio, fue una lectura de trazo grueso, que no quedará precisamente en los anales, menos aún al resultar embrutecida por una acústica de marco incomparable tan adversa y contaminada de ruidos del exterior como la de la monumental Lonja de la Seda.

Si la acústica y la bulla de la calle resultaron nefastas para Dvorák, en el Concierto levantino de Palau fueron definitivamente letales. El mal calibrado balance entre solista y orquesta inherente a la partitura -lo cuenta bien Fernando Morales en las notas al programa- es uno de los defectos de un concierto nacido en 1947, «repensado» luego, y que sigue siendo, afectos y respetos aparte, una «castaña». Todo se multiplicó y empeoró con una amplificación de la guitarra artificial y retumbante hasta lo inaceptable en los graves. Mala versión de una obra fallida. Sin paliativos ni paños calientes. Para colmo, la sintonía entre solista y maestro no fue precisamente de partir un piñón.

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