El calor apretaba, el sol mordía, el público se lo tomaba con calma, pero poco a poco iba llegando a los jardines de Viveros para celebrar el décimo aniversario del Deleste. Después de sufrir cambios de ubicación espacial y temporal a causa de la pandemia, el evento ha dado un audaz salto hacia adelante para sacudirse ataduras y telarañas, en una edición de la que podríamos decir que ha sido la de su refundación.

Durante un fin de semana complicado en el que València presentaba una sobreprogramación de actividades culturales y de ocio, el Deleste buscaba su renacimiento fiando su suerte a su propio ADN: un cartel de propuestas variadas y exquisitas, para gourmets, en un entorno maravilloso y con unos servicios cómodos y desenfadados pero efectivos. Sin colas, sin masificaciones, sin distracciones, con una planificación que giraba exclusivamente en torno a la música. Obviamente, a los organizadores les hubiera encantado vender mil abonos más, pero la implicación y el compromiso de los asistentes con los artistas del cartel hacen feliz a cualquier promotor.

Ya lo dijo la diva Imelda May durante su electrizante actuación. «Me esperaba una asistencia mayor, pero con los que estáis aquí esta noche me basta. Sois un público magnífico, cálido, interesado y respetuoso. Prefiero la calidad a la cantidad, y estoy encantada de actuar para vosotros». De pocos festivales se puede decir lo mismo. Y si no, al tiempo, que vienen unos cuantos.

El éxito artístico del asunto radicaba en la elección de una serie de grupos que, a excepción de The Sisters of Mercy, combinan la frescura de la juventud con la tenacidad en sus carreras. Peña con tres, cuatro y cinco discos en su haber, nada de novatos ni recién llegados. Júlia, Joana Serrat y Novembre Elèctric son prueba de ello y lo demostraron calentando un ambiente árido dominado por un sol de justicia. El viernes, Pillow Queens sorprendieron con un gran directo, crudo y ruidoso, pero con buenas melodías y fascinantes armonías vocales que les alejaba del sonido enmarañado, espeso y atmosférico que tienen sus discos. Estas cuatro jóvenes se manejaron de maravilla con un lenguaje inteligible, familiar y atractivo hasta para los que ya peinamos canas, con referencias variadas al rock alternativo de finales de los ochenta como el de los Pixies o los Telescopes.

Los madrileños Rufus T. Firefly atrajeron al personal a las primeras filas con su hipnótico show de tintes progresivos y psicodélicos, pero también con querencia por el rock sureño y el soul setentero. Espectaculares al desgranar su último y magnífico elepé, El largo mañana, en el que juntan sin complejos a los Grateful Dead, Caravan, Pink Floyd y Santana con Curtis Mayfield o el último Marvin Gaye. Escuchen «Lafayette», «Nebulosa jade», «Selena», «Magnolia» y «Sé dónde van los patos cuando se congela el lago». Tela.

La velada terminó con el público alucinando con la voz y la presencia de Imelda May. Algo serio, de verdad. Embrujando con su sensibilidad especial, erizaba el vello de la basca con solo una mirada. Abría la boca y aquello era el no va más. Con una banda precisa y profesional, la irlandesa cautivó a los asistentes tirando de blues jazz y calentando la noche paulatinamente con un repertorio que se iba endureciendo y que alcanzó niveles estratosféricos con «Should’ve been you» y tantas otras electrizantes coplas en un tremendo proceso de intercambio de energía con la audiencia. Sublime.

Los Bengala combatieron la solana del sábado con más cara que espalda, pero con un profundo conocimiento de lo que se traen entre manos. Descargaron toda su energizante tralla coñona en una divertida actuación. Rock and roll puro, sin adulterar, con recuerdos a Lone Star y Los Saicos y con una furibunda puesta en escena tan económica como impepinable.

Después de ellos llegó lo mejor del festival, en mi opinión. Los belgas Balthazar estuvieron finos, elegantes y magnéticos con su misterioso indie rock de sonido inequívocamente europeo, reafirmando el valor que el Deleste asume al apostar por artistas con propuestas arriesgadas pero que tienen una calidad arrolladora. Con una coctelera llena de soul, funk, electrónica y una actitud profesional e ilusionada, pintaron la noche de colores cinematográficos con recuerdos a Cave, Biolay o Tindersticks y una paleta llena de matices inteligentes, usando trombón y violín cuando la ocasión lo requería. Con sus bucles de bajos crepitantes y pegajosos, y sus melodías oscuras y fascinantes balanceadas por el brillo de los teclados y las guitarras hicieron bailar al emocionado público con «Bunker», «Entertainment» y «Losers» entre otras magníficas piezas.

Por su parte, The Sisters of Mercy ofrecieron un bolo pobre y descafeinado, que empezó de manera desastrosa por la incompetencia de su propio técnico de sonido y la falta de voz de su líder, Andrew Eldritch. Se fueron recomponiendo conforme avanzaba su espectáculo de tinieblas y gravedad y en el que se echó mucho de menos a Patricia Morrison, su estupenda bajista. Volaron bajo, pero no creo que indignamente. Algunos de sus clásicos contentaron a cierta parte de sus fieles, que amenazaban por lo bajini con liarla parda si no sonaban «Lucretia», «Temple of Love», «Alice» o «Marian», inquietos por lo ocurrido en conciertos precedentes. Otros quitaban hierro y mostraban cierto sentido del humor con el lema «Borracho, Idiota y Gótico» escrito en la espalda. No llegó la sangre al río, era el primer festi de la temporada y se trataba de pasarlo bien.