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Años de pandillas, anfetas y peleas

Eran jóvenes de barrios y pueblos periféricos que se divertían combatiendo a las bandas rivales

Años de pandillas, anfetas y peleas

El Mao sigue siendo un personaje casi legendario. Medía casi dos metros, trabajaba de yesaire y pasa por ser el primer líder pandillero que hubo en València. El Mao era el jefe de los Smoks, la famosa banda del barrio del Carme, una de las primeras considerada como tal en la ciudad. Pero como vivía en Orriols también hay quien sitúa al Mao al frente de los Barona, otra de las pandillas celebres de aquel tiempo. Y aunque fue un pandillero de los de primera época, al Mao se le recuerda frecuentando a otros pandilleros más jóvenes, para quienes era todo un referente. El Mao era muy fuerte pero dicen que solo sacaba a pasear sus puños para pelear con otros al menos igual de fuertes que él. Era un grande que nunca abusó de los más pequeños. Pero a principios de los 80 se le pierde la pista.

Imagen de "The Warriors", película cuyo vestuario inspiró a pandilleros valencianos de finales de los 70.

Como tantos otros, Pedro (que prefiere por ahora no decir sus apellidos) había oído la leyenda del Mao. Algunos le dijeron que Mao se había borrado del mundo callejero porque se había hecho mayor, que había encauzado su vida y que había sorteado las drogas que acabaron con tantos otros pandilleros. «Pero un amigo yonqui me dijo que había conocido a un tío que también frecuentaba bastante el barrio Chino, que era muy alto y que tenía el nombre de Mao tatuado. A veces pienso que sí, que era él. Este libro no deja de ser, en parte, mi búsqueda de Mao».

Mapa de las pandillas de València entre las décadas de los 60 y 70. Voro Contreras. València

El libro de Pedro aún no se ha publicado pero ya tiene nombre. Se llamará ‘Vustaid’, en recuerdo del «Bustaid» -la anfetamina preferida de los pandilleros valencianos entre finales de los 60 y principios de los 80- pero con la «V» de València, porque todo lo que se cuenta ahí ocurrió en esta ciudad.

Pedro ha dedicado estos últimos años a recorrer a diario los barrios y municipios del área metropolitana valenciana en busca de quienes fueron sus pandilleros. Los que han sobrevivido. En el Carmen estaban los Smoks y los Mini-Smoks; en Burjassot, los Rebordes, los Tarugos, los Colillas y los Mini-Colillas; en Paterna, los Capone y los Mini-Capone; en Orriols, los Barona; en Marxalenes, los Kansas y, después, los Escorpiones; en Ayora, la Banda del Cros… «Hubo unos años en que casi todos los barrios de València tenían su propia pandilla. Algunas tenían nombre y estaban más organizadas y otras no», explica Pedro, que en 2018 dirigió un documental dedicado a una de estas pandillas, una de las más célebres de València, los Cheyenes de Benicalap.

«Los Cheyenes empezaron muy jovencitos, en 1971 o por ahí -explica Pedro-. No tendrían más de 14 o 15 años pero enseguida cogieron mucho nombre a base de buscar pelea en otros barrios». Tanto es así que un día estaban en un bar en Benicalap y paró delante de ellos un camión de butano del que bajaron un montón de tíos mayores que ellos. Eran los Barona. «Bajaron del camión y les preguntaron si conocían a los Cheyenes. Les contestaron que ellos eran los Cheyenes. Entonces, empezaron a pegarles». Había que marcar territorio.

Pedro es una de las voces autorizadas empleada por el sociólogo Iñaki Domínguez en Macarras ibéricos (editorial Akal), un libro que recorre España a través de sus leyendas callejeras y marginales desde la década de los 60 hasta los dos mil. Domínguez destaca que los primeros «macarras interseculares» eran «personas interesadas en la cultura pop, que disfrutaban del ocio en discotecas, billares y ferias e incluso en las calles». Y esto lo ejemplifica en su libro a través de los «macarras setenteros de discoteca» valencianos, lo que le sirve también para establecer un antecedente y un nexo de unión con lo que vendría a ser la Ruta del Bacalao y sus sucedáneos.

Pero para Pedro, la «juerga macarra» no fue el elemento definitorio común de los pandilleros valencianos. Lo suyo, como ocurrió con otros «macarras ibéricos», fue la violencia callejera. Y a partir de ahí vendría todo lo demás. «Pandillas no organizadas y sin nombre hubo en València desde principios de los sesenta y se dedicaban a juntarse para pegarse y liarse a pedradas -explica-. Pero en el 67 ya detecto que algunas se empiezan a organizar y a ponerse nombres. Es la primera generación de pandilleros, que dura hasta 1972».

Según Pedro, la «edad dorada» del pandillerismo valenciano la protagoniza la segunda generación de bandas juveniles, que empieza allá por el 71 y termina en el 76. Si sus mayores asaltaban otros barrios a puñetazo limpio y palos, en estos se pone de moda los cinturones con hebillas grandes de cabeza de león para golpear a sus rivales. «Después vendrían las cadenas y los puños americanos -comenta-. Iban con las cadenas de sus Derbi trucadas y otra que llevaban al cuello. Navajas no solían utilizar porque si te pillaba la Policía con ellas te detenían, aunque algunos sí llevaban por si tenía que sacarles de algún aprieto».

Su campo de acción eran los territorios de las pandillas rivales, las discotecas que controlaban y, curiosamente, las fallas. «Iban a todas las verbenas posibles en busca de pelea. Si los falleros se portaban bien, no había problema. Pero si no, pelea. Los Cheyenes fueron una noche a un casal de la Avenida Burjassot y los falleros empezaron a burlarse de sus pintas. Acabaron tirándose sillas y los falleros encerrados en el casal».

La tercera generación pandillera de València, la que empieza por el 75 y acaba a principios de los 80, está marcada por el auge de las drogas -la heroína, especialmente- y, con ella, de la delincuencia. «Los códigos éticos que mantenían las pandillas anteriores prácticamente desaparecen -señala-. Además, mientras los pandilleros anteriores solían tener un trabajo, estos no. Era la época con el paro desbocado». No tienen más medio de vida que la delincuencia.

La heroína fue uno de los factores que derivó en el fin de las pandillas, pero no el único. «El principal fue la edad -asegura el autor de Vustaid-. Con todos los pandilleros con los que he hablado que acabaron bien, lo dejaron porque se cansaron de salir a pegarse y todo eso. Seguían saliendo con sus amigos y sus novias, pero en otro plan».

También la evolución de las modas y, principalmente, la actuación de las fuerzas de seguridad contribuyeron al fin de las pandillas. Pedro destaca el papel jugado por la célebre Brigada 26 de la Policía Local de València, creada en 1972 cuando el eco de la delincuencia juvenil empieza a trascender más allá del extrarradio. «Al principio era la Guardia Civil la encargada de controlar las pedanías y pueblos en los que estaban muchas de estas bandas. Después ya era la Policía Nacional, pero estaba a otras cosas. Así que se crea la 26, que se especializa en perseguir a las bandas y que tiene incluso confidentes para adelantarse a sus peleas».

Aunque Pedro afirma haber reunido una cantidad ingente de testimonios para completar Vustaid, asegura también que conseguirlo ha sido dificilísimo porque muchos de los actores de aquella época ya no están y otros no quieren recordarla. «Algunos de aquellos pandilleros son hoy gente supernormal. Otros han ido trampeando a lo largo de su vida e incluso algunos han chupado cárcel. Pero casi todos tienen en la cara algo que te dice que han sido gente muy dura. Eso todavía lo mantienen».

Las pandillas de primera generación solían copiar la estética de los Beatles o los Rolling. Las de segunda, como los Cheyenes (izquierda) optaban por los pantalones estrechos y elementos militares como las botas, ideales para las peleas. Los de tercera generación prefirieron los pantalones de campana, las camisetas ceñidas y los cuellos altos, aunque hubo en València bandas que incluso copiaron los chalecos sobre torsos desnudos que lucían los protagonistas de la película «The Warriors» (1979).

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