Después de haber pasado demasiado tiempo dialogando con nuestros fantasmas, tiendo a ponerme en lo peor en lo que a asuntos granotas se refiere. La historia del club nos enseña que las grandes aventuras casi siempre nos han salido mal, que los fichajes de portada y los proyectos que tiraban de Visa fueron atajos que terminaron provocando el apocalipsis para una generación de granotas.

Sin ir más lejos, la construcción del actual estadio, un ejercicio de atrevimiento hace ya más de medio siglo, fue el símbolo del desarraigo, el silo de cemento donde penamos durante décadas. El planteamiento era irrebatible. Se proyectó con la mente puesta en Primera como la única vía para crecer, para elevar los ingresos, antes incluso del ascenso de 1963, pero tras múltiples fiascos terminó por estrenarse en Tercera. Las acequias no hubieran sido abismos insondables ni los caminos de huerta tan inexpugnables si en lugar de Torrent, Alzira o Constancia hubieran sido Madrid, Barcelona o Athletic Club los rivales cada domingo. Pero a veces, simplemente, las cosas no salen como uno las imagina y acabas en el cementerio de los audaces.

Con esta mochila a cuestas, me cuesta dejarme llevar por la ilusión desenfrenada que, en realidad, me obliga a desviarme por la ronda nord para ver las obras en cada viaje a València. Pienso que todo va a salir bien, pero me pregunto también si el crecimiento de esta década, si este crédito casi ilimitado que se han ganado Quico Catalán y los suyos, puede hacernos pecar de autocomplacencia.

La argumentación, como en los años 60, no admite discusión. No solo será una casa más cómoda y atractiva. Servirá, lo más importante, para elevar los ingresos fijos, con entradas más caras, nuevos patrocinadores, palcos que vender a empresas? Disparar, en definitiva, el negocio no deportivo. Al mismo tiempo, Nazaret hará más profunda la huella del club en la ciudad, un golpe de efecto institucional encaminado, como el nuevo estadio, a elevar la competitividad deportiva.

El relato que escribe el club es incuestionable porque también es autoexigente. No se trata de proyectos faraónicos sino alineados con una estrategia de crecimiento que no quiere acomodarse. De hecho, parece casi la única vía para seguir creciendo en la era del fútbol moderno, en el que el abono del socio es irrelevante y se hace necesario evitar el estancamiento ante otros humildes hipercompetitivos también instalados en la élite.

Todo eso sobre el papel. La cuestión es que en este caprichoso negocio no todo depende únicamente de lo bien que nosotros lo hagamos. Cuando el propio mercado lanza advertencias tan potentes y recientes sobre lo fácil que es perder tu estatus y el impacto económico que puede tener un tropiezo (Zaragoza, Málaga, Deportivo, Sporting?) quizá la audacia debería verse matizada por el principio de cautela. Cuesta evitar el temor a cómo afectará el vencimiento de los plazos al potencial de inversión deportiva si no aparecen esas empresas que pagarán miles de euros por nuestros palcos privados; si la crisis del retail hace que nuestros bajos comerciales no resulten tan atractivos; si la pandemia de la Covid, qué sé yo, hunde los ingresos por derechos de retransmisión.

¿Qué ocurrirá si no llegan esos nuevos ingresos fijos que autofinancien la operación; qué si los traspasos no son operaciones para seguir creciendo sino para tapar agujeros en las cuentas al tiempo que se generan boquetes en la plantilla? La melodía, lo que desprende este salto histórico seduce, pero la letra pequeña del acuerdo de 60 millones con Rothschild inevitablemente asusta. Como la posibilidad de perder la mitad de la aportación de la Liga en caso de descenso, esa red que permite amortiguar la caída y rebotar hacia la élite sin grandes daños.

El plan que en Primera es absolutamente razonable y asumible, en Segunda se convierte en una ruleta rusa. Solo un dato. El Real Zaragoza, gallo indiscutible pero atascado en Segunda, percibió la pasada campaña 8,8 millones de la televisión. Es una cantidad similar a la que habría que devolver en los últimos vencimientos. Presumir que no puede ocurrirnos, que no podemos caer y pasar en un par de años a recibir un 80% menos por TV, partida crucial para este club, es un exceso de confianza un tanto autolesivo.

El LUD se enfrenta a la paradoja de los pobres, los que tienen en el crédito el ascensor social sin margen de error: prosperidad o desahucio. Mantener la competitividad para seguir en Primera a medio plazo obliga a crecer con nuevas fuentes de ingresos y eso implica unos riesgos financieros que, en caso de accidente, pueden costar muy caro. La pregunta, desde el convencimiento de que este es el camino, es si es necesario acometer todo el proyecto al mismo tiempo; retomar una deuda tan elevada tras una década concursal que nos ha dejado en una posición privilegiada con sufrimiento, buena gestión y algo de fortuna, y que nos ha demostrado que sí, que podemos, pero también nos ha enseñado que caminar por el precipicio sin red deja muy poco margen de error. Veremos.