París ya está más cerca. El Tour, desde ayer, ya puede empezar a mirar a los Campos Elíseos. El peligro de este año no estaba ni en las caídas, ni en el dopaje, entre un riesgo asumido y una lacra que tiende a desaparecer. Los temores de Christian Prudhomme, como director y como imagen de una ronda francesa, estaban en el covid-19, en las exigencias de la Unión Ciclista Internacional (UCI) y del Ministerio de Salud francés para que se cumpliera un riguroso control de lucha contra la pandemia y para que todos, equipos y organizadores, trataran de vivir bajo una burbuja, tan imaginaria como real, con del fin de protegerse contra el virus. Y quiso ayer el azar, perverso tantas y tantas veces, que fuera el director de la prueba quien diera sorprendentemente positivo y se tenga que quedar confinado una semana en un hotel de La Rochelle, junto a cuatro auxiliares de equipo y un trabajador del Tour. Fueron los únicos seis positivos por covid-19 que se dieron entre las 841 personas de la burbuja que fueron analizadas. Y entre estas 841 personas sometidas a pruebas PCR estaban los 165 ciclistas que ayer afrontaron la décima etapa. Ninguno de ellos dio positivo por lo que, Prudhomme al margen, comenzó a liberarse de obstáculos la ruta hacia París, ante el temor a exclusiones masivas, incluso a la suspensión de la carrera, y a una noche de insomnio plagada de rumores malintencionados. Sin embargo, no fue una victoria, si acaso el triunfo en un esprint especial de los que tanto gustan a Peter Sagan, porque la meta final aún está lejana y pendientes de los últimos controles.