Cómo afrontar con éxito el desafío sanitario, social y político de las drogas ilícitas es uno de los temas que se manifiestan más intratables en política. Confrontados con una situación que apenas parece mejorar y un fenómeno cuya intensidad difícilmente controlan las tradicionales medidas policiales, hay una tendencia creciente en Europa (y hoy también en zonas de Estados Unidos) a otorgar más énfasis a políticas que reduzcan el uso de drogas y sus daños más perniciosos, como las sobredosis accidentales y el contagio de enfermedades por vía intravenosa.

Parte de esa tendencia a atajar los problemas más serios de la adicción y dedicar menos energías a aspectos de menor gravedad ha sido la descriminalización del uso de las drogas, reconociendo a los drogodependientes como enfermos y víctimas que no criminales. Favorecido por muchos sectores sociales, especialmente académicos y ONGs, de los países occidentales, la descriminalización se ha encontrado con la fuerte crítica de muchos países en desarrollo que, lejos de ver pragmatismo y búsqueda de efectividad en esas medidas, las consideran manifestación de una permisividad moral que les priva de argumentos para sus propios esfuerzos contra la producción y tráfico de drogas.

Muestra de ello son las declaraciones, en estos días, del presidente de Colombia, Álvaro Uribe, que ha invertido ingentes cantidades de dinero propio y ajeno (sobre todo de Estados Unidos) en luchar contra la producción y tráfico de drogas, que conviven en paradójica simbiosis con las destructivas actividades tanto de la guerrilla antigubernamental como de los contras colombianos. Arguye Uribe, notable aliado de la tradicional política norteamericana de mano especialmente dura en los países que son origen de drogas, que «cuando se legaliza el consumo, la lucha contra la producción y el tráfico se vuelven estériles».

No le falta razón al destacar la importancia de enfrentarse al fenómeno de las drogas simultáneamente desde el lado de la demanda y desde el lado de la oferta; pero es importante no exagerar el papel de la represión. Porque ésta acarrea sus propios problemas y daños colaterales, como en declaraciones no relacionadas con las de Uribe, manifestaba también en estos mismos días el sesudo escritor mexicano Carlos Fuentes, que ha visto en su país cómo tanto el narcotráfico como la forma de su represión, están descomponiendo a México, víctima de la corrupción, de asesinatos diarios entre bandas de traficantes, de éxodo vecinal, de desmoralización de la ciudadana y la policía, etcétera. Y así Fuentes, en abierta contradicción con Uribe, decía que «la solución al narcotráfico pasa por la despenalización».

Que dos influyentes cabezas latinoamericanas se expresen de manera tan opuesta ante un desafío que afecta brutalmente a sus respectivos países muestra cuán ideologizado está el tema y cuán importante es que la adopción de políticas antidroga, sin estimular ni ceder ante el narcotráfico, se base en la evidencia sobre qué medidas funcionan mejor y cuales agravan los problemas que surgen del consumo y control de drogas.