Domingo por la tarde en París. Primero, llega la confusión, el no saber qué pasa. «Parece que se han oído disparos cerca del Museo de Arte e Historia del Judaísmo» „de la rue du Temple„ afirma un parisino que detiene la marcha de todo aquel que intenta subir por los alrededores de la Rue des Francs Bourgeois. «No sigan», dice mientras aprieta el paso. «¿Cómo? ¿Qué ha dicho?», pero no se detiene. Instantes después aparecen varios jóvenes con el rostro desencajado, con el miedo en los ojos, se acercan volviendo atrás la cabeza con preocupación. Pasan al lado sin tan siquiera darse cuenta de las voces que les preguntan qué sucede. Al mismo tiempo unas mujeres salen de una tienda y empiezan a cerrar el establecimiento, visiblemente nerviosas: «Váyanse, hay disparos en la Plaza de la República. Corran en dirección contraria».

El tiempo se detiene por unos segundos que parecen eternos. El grupo decide dar la vuelta y mientras lo discute aparece a toda velocidad, bajando la calle, un coche blanco haciendo sonar el claxon. Se detiene con un gran frenazo y de su ventanilla, con el cuerpo literalmente fuera, una joven grita: «¡Corred! ¡Corred! ¡Ya vienen! ¡Ya vienen!». Entonces el coche vuelve a arrancar y desaparece tan pronto como ha llegado.

Y ahora sí, se desata el pánico en su forma más pura. Esa clase de miedo visceral que recorre todo el cuerpo como una descarga eléctrica e impulsa a correr. Aunque no se sepa muy bien a dónde o de qué. Tal vez a lo que pueda aparecer en cualquier momento de la esquina, por donde empiezan a llegar grupos de personas corriendo y gritando. El miedo que activa la adrenalina. «¡Metéos en las tiendas!», se oye a los que vienen detrás.

Una tienda se abre y aparece una mujer que hace señas a los viandantes. «¡A la tienda, a la tienda!», y un grupo desordenado de personas irrumpe en el local, una zapatería. «¡Arriba, a las escaleras, apagad la luz!». Pero la luz no se apaga. Son instantes de absoluto desconcierto. Nacionalidades distintas con idiomas distintos y un mismo impulso de conservación, de temor a lo que puede rondar fuera, en la calle, a tan solo unos metros. El grupo de amigos inicial se ha dispersado en la corta pero intensa carrera por diferentes establecimientos y no tienen noticias unos de otros.

Afloran los nervios y las primeras lágrimas. De los bolsos y bolsillos emergen los teléfonos. Empiezan las llamadas teñidas de angustia. «¿Alguien tiene internet y puede conectarse? Llamad a la policía, pedid instrucciones y dad nuestra localización». Y silencio. Que se mantenga el máximo silencio posible. Alguien apaga las luces. La calle ha quedado vacía y se empiezan a escuchar los primeros helicópteros sobrevolando la zona. Unos minutos después son las sirenas policiales las que hacen acto de presencia.

En la tienda sigue el grupo sumido en la oscuridad, sin conexión a internet ni noticias del exterior. Una joven llama a la embajada española. «No os mováis», responden. Una mujer intenta contactar con la policía pero no lo consigue. A los 20 minutos suena un teléfono, una voz amiga al otro lado. Parece que la situación ha vuelto a la calma. Desde la tienda se observan de nuevo peatones por la acera andando a un ritmo normal. Es hora de salir de la tienda y volver a reunirse con los amigos, que esperan en una calle cercana para ir lo más rápido posible al coche.

De vuelta, con el sonido incesante de decenas de coches de policía, ambulancias y bomberos, así como el zumbido de los helicópteros, las calles del centro de París, que hasta hacía poco parecía que querían retornar a un simulacro de normalidad se han vuelto a vaciar. Cerca del coche, una mujer en bicicleta alerta de que la policía la ha obligado a desviarse porque parece haber disparos en el entorno de la catedral de Notre Dame. «Avisad a la gente», clama. Vuelve la tensión. El grupo aprieta el paso hasta llegar al aparcamiento, al lado del ayuntamiento de la capital gala. El metro ha sido cerrado y siguen pasando ambulancias y coches policiales a toda velocidad.

Unos minutos después, el responsable de un conocido restaurante parisino trata de tranquilizar a sus clientes „consultando internet„, y afirma que lo que acaban de vivir en el distrito de Marais ha sido una falsa alarma. Uno de los cinco ataques espontáneos de pánico que vivió el domingo por la tarde la ciudad en varios puntos y que demuestran que, lejos de desaparecer, el miedo seguía muy presente en un París en estado de emergencia.