Hasta hace dos semanas, Stepanakert era una urbe llena de vida a orillas del río Vararakn. En sus calles se combinaban vestigios de lo que hace décadas fue suelo soviético con la identidad propia de una población mayoritariamente armenia que se autoproclama -como el resto de la región de Nagorno Karabaj (o Artsaj para Armenia)- independiente de Azerbaiyán, país del que sigue siendo parte para la comunidad internacional y con el que las tensiones, esas que durante años parecieron intermitentes, eclosionan ahora en una guerra en la región donde los misiles azerbaiyanos convierten cualquier edificio a su paso en polvo y escombros.

«Lo están derribando todo», lamenta con tono de resignación al otro lado del teléfono Anahit Gevorgyan, una joven armenia que -como otros habitantes de la república euroasiática con los que ha podido contactar Levante-EMV- cuenta en primera persona la dura realidad que está dejando el conflicto, el mismo que ha obligado a movilizar ya a cientos de miles de sus ciudadanos para ayudar en la lucha.

En su caso, Gevorgyan relata que tiene amigos y familiares que ya se han marchado al frente y alguno incluso ha muerto. «Cada día veo nuevas fotos de los fallecidos y duele mucho, duele porque son muy jóvenes, algunos tienen 18 o 19 años», explica esta trabajadora de una empresa de ‘software’ sobre unos enfrentamientos que, según cifras oficiales, dejan ya miles de vidas perdidas entre ambos bandos. «Se te pone la piel de gallina cuando ves las noticias o escuchas un nombre conocido. No hay palabras para describir cómo te sientes», remarca en esta misma línea Raffi Tafevosyan, un estudiante de Ciencias Políticas en Ereván que tiene varios conocidos viviendo en lo que hoy es un territorio en guerra. Ellos, destaca, son los que le cuentan a diario cómo evoluciona el conflicto y los que le transmiten que están combatiendo «porque es su territorio, es donde han estado viviendo durante milenios y no quieren dejarlo. Lucharán hasta el final». Los refugios donde se protegen de las bombas, llenos de personas que se niegan a abandonar su tierra, son testimonio fiel de sus palabras.

Pero la resistencia no es la única vía que la población sigue ante la guerra. Las explosiones, alarmas que suenan casi sin cesar recordando la difícil situación, han provocado que muchas familias -la mayoría formadas por mujeres y niños- se vean obligadas a dejar sus casas arrasadas sin nada a sus espaldas. Pero la situación, crítica, ha movilizado en masa a la población armenia para que nadie se quede sin un techo o comida para subsistir. Christine Hovhannisyan -también estudiante pero en su caso de Hrazdan, una ciudad del centro del país- resalta la unidad y solidaridad que está viendo de sus conciudadanos ante el conflicto. «Intentamos lidiar con esta situación todos juntos. Nuestra única preocupación es la guerra», asegura mientras rememora la conversación que horas antes ha tenido con una de las miles de niñas llegadas de Artsaj. Hovhannisyan afirma que con solo ocho años le contó cómo su modesta escuela ya no existe pasto de unas bombas que la destruyeron por completo. «Cuando escuchas cosas como esa te emocionas, te quedas sin palabras» asegura, no sin antes lanzar un mensaje a la comunidad internacional para que interceda verdaderamente en su ayuda.

Como ella, muchos de los armenios reclaman, ya sea en redes sociales o en sus conversaciones con este diario, que se condene desde el extranjero la violencia perpetrada desde Bakú y que los intentos de las grandes potencias no se queden en palabras vacías. «Esto no es un conflicto por un territorio, es un conflicto por la supervivencia de nuestra nación», pone de manifiesto otra estudiante universitaria, Zoya Mikayelyan, un discurso al que otro joven trabajador en Ereván, Garnik Sargsyan, añade: «Es una pesadilla que tiene que acabar pronto. La gente de Artsaj tiene el derecho de vivir en paz».