El alumno de Derecho de la Universitat de València (UV) comienza el día asistiendo a un campus —si así se puede llamar a cuatro edificios diseminados a lo largo de una carretera— que un ruso diría reminiscente de las etapas más paupérrimas de la URSS. Sórdidos bloques de ladrillo cuya fealdad advierte a los estudiantes de que su estancia no va a ser agradable. Pasada la trinchera estética que suponen semejantes edificios, el alumno se adentra a las aulas, donde si tiene suerte será recibido por un catedrático.

Alguien que no ha pisado una universidad recientemente podría pensar que el catedrático es una de las más elevadas mentes entre el común de los mortales. Pero esto no puede distar en mayor medida de la realidad. El catedrático es un fascinante personaje que ha ascendido por el escalafón del funcionariado universitario gracias a su mediocridad y a su desarrollada capacidad de adular a sus superiores. El catedrático promedio en la UV lleva 25 años impartiendo la misma asignatura sin el más mínimo interés por la docencia. También, como apoyo para sus clases, emplea un powerpoint que ni siquiera ha sido capaz de redactar por sí mismo o, en el caso de que esté forjado a la vieja usanza, lee unas cuartillas envejecidas y que amarillean. Además, el catedrático no manifiesta el más mínimo interés por hacer su asignatura interesante o dinámica. En cambio, opta por utilizar el registro más enrevesado y complejo del que es capaz de hacer gala, sacrificando la inteligibilidad de su mensaje —y muchas veces su exactitud— con tal de sentirse inteligente. Va por descontado que los conocimientos relativos a la asignatura no se actualizan, dándose así casos como el de profesores de la Facultad de Medicina que enseñan tratamientos fuera de uso desde hace años.

Y es que la búsqueda del conocimiento no es una prioridad para la Universitat de València, ni las universidades españolas por lo general. Tampoco lo es la innovación ni las mejoras de la institución a nivel de enseñanza o de investigación. Es más, cualquier asimilación de los estándares de calidad europeos o internacionales se rehúye activamente. Por ejemplo, las competencias que se demandan de los alumnos son exclusivamente memorísticas. En cualquier universidad decente se exploran diferentes vías para fomentar el pensamiento crítico: se pide al alumno, por ejemplo, que adquiera conocimientos para después emplearlos de forma práctica, o que haga un ejercicio de raciocinio y argumentación a través de un ensayo escrito. En la Universitat, en cambio, se pide al alumno que vomite la materia, memorizada desde el primer carácter hasta el último punto, para olvidarla al día siguiente.

Asimismo, en la mayoría de universidades se realiza el mismo examen para una asignatura; en la UV, si hay ocho grupos cursando esa asignatura, se realizarán ocho exámenes diferentes. ¿Qué pasa entonces con la uniformidad en el nivel de dificultad de las asignaturas o en la impartición de conocimientos? Y si hablamos de investigación académica, basta señalar que se enseña de manera tan deficiente que no es infrecuente que haya alumnos que terminen su grado sin saber citar. Pero cómo se va a enseñar bien a investigar, si las cantidades de citas que tienen los “investigadores” de nuestra preciada Universitat son irrisorias, y la mitad son de ellos mismos, de sus condiscípulos o de sus ahijados. De cualquier manera, si bien al estudiante universitario no se le proporciona una formación de calidad, se le compensa fijándole unas exigencias desproporcionadamente altas. Las pruebas que debe enfrentar el estudiantado de Derecho de la UV son auténticamente hercúleas. Ante la ausencia de exámenes parciales en la mayoría de asignaturas, requieren que los alumnos memoricen con exactitud cientos de páginas para un único examen decisorio. Y si tiene mala suerte, el alumno deberá responder su examen de forma oral, cantando un tema como si de una oposición se tratara. Pero no solo estamos ante un binomio mala educación-alta exigencia, sino que además se priva a los alumnos de sus derechos. Gracias al diseño del calendario de exámenes que realiza la Universitat, los únicos exámenes que se realizan en muchas carreras son en los meses de enero. Hasta aquí bien, si obviamos que tener semejantes exámenes en enero obliga a los alumnos a pasarse encerrados en la biblioteca todas las Navidades y todo el mes de enero, para volver a clase al día siguiente de haber terminado los exámenes.

A lo sumo, la Universidad es, o debería ser, una institución elevada. No hay que olvidar que un pilar fundamental para el progreso de una sociedad, pues un país que no educa eficazmente a sus jóvenes es un país abocado el fracaso. ¿Por qué permitimos entonces su absoluta degradación? Basta con preguntar a cualquier alumno para constatar la profunda desafección que se siente por la misma. Y es que la Universitat de València no excede en eso de “iluminar” el camino de sus alumnos. Más bien lo tizna.