No es ningún misterio que estamos sumidos en una profunda crisis y que, además, todo apunta a que aún no hemos llegado a lo peor. Pero se supone que para el ciudadano de a pie la vida sigue, más o menos igual. Debemos seguir tirando adelante con nuestras familias, pagando nuestras facturas, impuestos, dándonos pequeños caprichos que dan sentido a la vida… y para todo ello, debemos seguir trabajando. ¿Cuántos negocios han tenido que cerrar a causa de la pandemia? ¿Cuánta gente se ha quedado sin trabajo? Hay tanta gente falta de trabajo (y sobre todo de sueldo) que, en muchos casos, por cada vacante se presentan decenas o incluso cientos de personas. Esta situación hace que muchos empresarios se hayan vuelto más «exigentes»: si puedes tener cuatro idiomas en vez de tres, aunque uno de ellos sea el Ume Sami, que se habla únicamente al norte de Suecia, pues mejor. Y, en ocasiones, los «afortunados» que logran algún empleo en la situación actual se ven obligados a soportar condiciones que prácticamente deshumanizan al trabajador. Parece que algunos empresarios, con su afán de salir a flote, han olvidado que en 1836 se abolió la esclavitud en España. Ahora mismo lo único en lo que parecen pensar algunos es que es preferible que se ahoguen los de abajo si así puedo seguir yo nadando. Siempre se ha dicho que «el trabajo dignifica», pero cuando tienes a un poder superior pisándote el cuello y sigues agachando la cabeza y trabajando sin descanso, ¿estás ganando dignidad o la estás perdiendo?