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"One nil to the Levante UD"

Rubén García lucía la frase: «Qui perd els origens, perd l'identitat» que canta Raimon. germán caballero

En el estadio del Arsenal todavía celebran el primer gol de cada partido desempolvando un viejo grito de guerra: One-nil to the Arsenal (uno a cero para el Arsenal). No sé si es orgullo o ironía, pero los hinchas homenajean, todavía hoy, al equipo bronco y rocoso que sobrevivía, aburría y también ganaba, con un estilo primitivo, esencial, antes de que Arsene Wenger llegara a mediados de los 90 para llevar el fútbol inglés a una nueva Edad.

Cada vez que acudo a Orriols esta temporada me acompaña el ritmillo. Lo he convertido en mi himno privado de esta década prodigiosa. Un equipo alérgico a la retórica del tiqui-taca, directo e indigesto para los rivales, capaz de clasificarse para Europa con un 38% de posesión y de volver a primera entregándole la pelota hasta al colista para destrozarlo en un descuido.

Lo más trascendente de este ascenso es lo que tiene de reafirmación en unos principios futbolísticos que en los últimos años por fin dotaron a este equipo de personalidad, de un libro de estilo. Tras décadas cambiando de entrenador tres veces por temporada, al fin encontramos una doctrina. Defensa y velocidad.

El desviacionismo de esa ortodoxia se pagó caro. El descenso con Rubi y su pase corto fue ejemplarizante; el regreso con Muñiz, una declaración de intenciones. Pudiéndose haber comportado como un rico en la categoría, el Levante decidió montárselo de humilde. Que la toquen ellos. Y aquí estamos, de regreso.

La dictadura del juego asociativo. Los aficionados al fútbol llevamos años asistiendo (unos hechizados, otros hastiados) a la dictadura del canon futbolístico impuesto por el Barça de Cruyff y su legión de discípulos. Hay que reconocer el mérito: la escuela holandesa y sus incontables derivadas han derribado fronteras culturales tan sólidas como la británica o la germana. No hay duda de que es una auténtica revolución cultural.

El problema aparece cuando quieres meter en una cuchara espuma de tubérculo, huevo líquido y cebolla caramelizada cuando resulta que tus cocineros solo saben hacer tortilla de patata; cuando a tu Ballesteros no le entran el chaqué de Piqué, y a Natxo Insa las sandalias de Pirlo le tuercen los pies. El fútbol asociativo, por mucho que le duela a Valdano, no es de izquierdas. Es de ricos. Y solo a ellos les sale bien esa aventura.

Muchos pobres sucumbieron a la presión cultural. A ese discurso que lo ha impregnado todo y dice que eres antifútbol si no sacas la pelota haciendo rombos aunque no haya dado un pase al primer toque en tu vida. Así les fue a muchos.

Al Levante, sin embargo, le ha ido de miedo mientras ha jugado con sus armas: sudor, disciplina y cierto odio de clase. Así hicimos nuestra revolución. Resistencia. En Primera, contra colosos. Y en Segunda, hasta contra el Numancia. Resistir es vencer.

Inteligencia adaptativa. Este ascenso es el triunfo de la inteligencia adaptativa. Definitivamente, el Levante es un club evolucionado que sabe gestionar el cambio. Se puede bajar con la insolencia de querer seguir siendo un equipo de Primera en Segunda. El Levante, simplemente, ha querido ser el mejor equipo de Segunda. Pudiendo tirar de talonario, el club ha dado el poder a jugadores procedentes de potencias futbolísticas como el Alcorcón y el Mirandés. Y ha entregado la responsabilidad del gol en exclusiva a un delantero por explotar que aún no había hecho una gran temporada completa. El resultado es un grupo profundamente conocedor de la categoría y del oficio. Es la gran victoria de Catalán, Tito y Carmelo.

Por el camino, el Levante consolida su relato de club de barrio. Sin imposturas: es la herencia genética, el perfil de la grada y del club trasladados a un estilo de juego. En Primera o en Segunda; siendo el pobre o siendo el rico. Una manera de ser y de jugar, un club cómodo en su piel de superviviente. En las antípodas del campeonato, al Rayo del jogo bonito, a la República Popular de Vallekas, se le ha quedado cara de aristócrata perplejo entre la brutalidad del proletariado. No ha digerido su descenso, no ha entendido la naturaleza de una categoría donde cada partido es un Vietnam.

La paradoja levantinista. Y mientras tanto, Orriols ha vivido esta temporada irrepetible con la frialdad de quien está acostumbrado a levantar Copas, otro síntoma del cambio definitivo que se ha producido en esta década: el ascenso no era una aspiración, era una obligación. Más aún: conforme avanzaban las primeras jornadas, el grado de exigencia se disparó hasta el punto de que todo lo que no fuera alirón a falta de mes y medio habría sido recibido con impaciencia. Por un efecto perverso, el levantinismo va a recordar esta temporada sin la emoción que merece.

El equipo, irónicamente, ha contribuido a ello. Su efectividad, su infalibilidad por momentos, se ha convertido en enemigo, empañando lo que debería ser un recuerdo glorioso. El levantinismo va a recordar este brillante ascenso preso de una paradoja: la grada que ansió toda su vida llegar a Primera ha dejado de valorar el esfuerzo que supone colarse entre los grandes.

Es el precio de hacerse mayor. No volveremos a vivir la emoción de Jerez, porque, si fuera posible hacerlo, Jerez no habría sido Jerez. Ni Muñiz es Preciado, ni los cañonazos de Roger tienen la poesía de una vaselina de Reggi ni nosotros somos tan ingenuos. El Levante ha dejado de ser el equipo que sueña con llegar y se ha convertido en una club ambicioso que quiere competir. Ahora miramos a un techo más elevado. Disfrutemos de ello. Y que la toquen ellos.

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