Permítanme que le quite hierro a la desastrosa situación de ventas en la que se encuentra el mercado de los turismos —cerca del 50% de descenso a mediados de octubre—, y les cuente lo del coche circulando por las vias públicas sin la ayuda de conductor humano. Las películas futuristas son ya realidad, al menos en las calles de San Francisco, donde ha rodado el Toyota Prius debidamente equipado con sensores para ello, y se ha adaptado al tráfico de la zona como si de uno más se tratara. Google, uno de los pocos que dispone de dinero para este tipo de pruebas, ha querido avanzar en la conducción inteligente para demostrar que se puede sustituir al factor humano por la inteligencia artificial. Detectar cualquier cosa cerca del coche con una percepción de 360º, no distraerse ni dormirse y, por descontado, no embriagarse, sería un sueño para las estadísticas de accidentes mortales en cualquier lugar del mundo. Pero no se hagan ilusiones, aún faltan unos años para que los vehículos autónomos se fabriquen en masa y, por mucho que sueñen los tecnólogos, a lo más que hemos llegado es a supervisar las maniobras del robot atentos a tomar las riendas en cualquier momento. Imaginemos unas carreteras con los androides al volante calculando por ordenador la hora de salida para evitar atascos, la velocidad exacta para no generar colas o paradas y la posibilidad de aparcar sin problemas mientras enviamos SMS, emails o discutimos por teléfono. Sólo hay un inconveniente: la base de datos del ordenador de abordo no le permitiría cometer infracciones de ningún tipo, a no ser que fallara el sistema informático. ¿Qué harían los gobiernos sin poder sancionar y recaudar de esos pardillos que somos todos los conductores? ¿A quién iban a embargar los paupérrimos sueldos, sin piedad —y pasándose los derechos por el forro—, si sólo iban a encontrarse con un programa informático detrás? Los avances tecnológicos son siempre saludables para el pueblo, pero en muchas ocasiones no pagan los sueldos de los políticos.