Ayer, 12 de enero, falleció Vicente Aleixandre en su domicilio de Viver de un ataque al corazón. Vicente, al que todos conocían por Sento, fue un icono de la gastronomía española. Impulsivo, temperamental y apasionado, era un profesional con firma propia capaz de imprimir su sello en cada detalle del restaurante. Sento era un loco del producto. Lo fue siempre. Desde que empezara con su esposa, María Muria, en aquél bar de barrio en el que convivían estibadores, transitarios y directores de banco.Todos atraídos por una cocina reconfortante y una materia prima extraordinaria. Al mismo tiempo que el bar evolucionaba hacia gran restaurante, el producto comenzó a escasear y Ca’Sento se fue convirtiendo en lugar de peregrinaje de los mejores gourmets de España. En Madrid, San Sebastián o Barcelona, se hablaba de Sento con una familiaridad pasmosa. De él, de sus enormes cigalas en costra de sal, de sus gambas, sus percebes, sus meros…Cualquier producto servido en la mesa de Ca’Sento adquiría unas proporciones épicas. Si te ofrecían unas tellinas, llegaban unos bivalvos con tamaño más propio de un mejillón. Si pedías rodaballo, el bicho pasaría de los cinco kilos. Todo maravilloso, y todo excesivo, a imagen y semejanza del gran Vicente Aleixandre. Porque él fue siempre un tipo de excesos. Recuerdo sobremesas eternas que se adentraban en la madrugada. Me llegan imágenes dispersas que reflejaban la locura de aquel personaje singular y de aquél restaurante icónico. Noches infinitas en las que podías acabar a las 4 de la mañana con Sento sentado frente a una pieza de parmesano de 50 kilos oficiando un resopón, o verlo recepcionando meros pasada la medianoche mientras tú apurabas el primer gin tónic de una velada que se antojaba épica. Aleixandre era excesivo e hiperactivo. Recuerdo una pantagruélica comida en Ca’Sento con mi maestro Ignacio Medina. La sobremesa se alargó, como siempre se alargaban, y Vicente propuso acompañarnos para continuar la cena en Kailuze. De allí salimos, pasadas los dos, a nuestra siguiente parada, un gin tónic en la Trattoria Da Carlo. Allí esperamos pacientemente a que dieran las cuatro de la mañana para acudir a Mercavalencia. El paseo por el mercado de abastos se hizo eterno. No había parada que no quisiera intercambiar dos frases con aquel personaje ingenioso y chistoso al que todos habían visto evolucionar desde la nada. Yo volví destrozado, dudando entre regresar a casa o acudir al hospital. Sento, sin embargo, se dirigía de nuevo al restaurante. Una leyenda urbana afirmaba que no dormía nunca porque era incapaz de estar quieto el tiempo necesario para conciliar el sueño. Aquel día, al menos, no lo hizo.

Desde que su hijo Raúl tomara las riendas del restaurante, Sento se retiró a Viver. Vivió aislado de todo, como si de un exilio emocional se tratara. Criando ocas y escuchando Jazz. Nunca más quiso ver a nadie, ni hablar con nadie de este sector. Su estrecha relación con su amigo del alma, Carlo D’Anna, era su único vínculo con el mundillo gastronómico. Desde Levante-EMV intentamos en varias ocasiones rendirle el homenaje que la gastronomía española le debía. No hubo manera de convencerle. El día que Sento cerró la puerta del restaurante y abrió su casa de Viver, dio portazo a un pasado que hoy recordamos con nostalgia. La gastronomía sólo nos regala muy de vez en cuando personajes como Vicente Aleixandre.