Un retraso de cuatro horas en la salida de un avión me tuvo dos días, con sus noches, siendo transferido, de un lado para otro, en toda clase de transportes aéreos y de superficie. Así se las gasta la industria turística globalizada. El avión de la British de Londres a Madrid sólo daba sus mensajes en inglés, ya que el comandante consideraría que acercarse a otras hablas es cosa del Papa de Roma. En justa correspondencia y sin acritud creo que deberíamos ceñirnos en los vuelos españoles con destino a territorio británico al habla cervantina. La verdad es que comprendo muy bien a los vacacionistas de apartamento -en ningún sitio se viaja con más libertad, si sabes, que por el salón doméstico- y a los que llevan puesto el piño fijo y siempre van a Mallorca.

Pese a los rigores de la llamada mercantilización del ocio, aún es posible viajar. A mi amigo Pepe un alma caritativa lo rescató de cierto garito brasileiro donde consumía sus noches y lo llevó a una casa decente, con familia y todo. Ha hecho amistades. Pese a la capacidad del negocio para convertir el servicio en paquete, la vida en programa y el riesgo prudente en baile y toreo de salón, aún es posible generar una segunda piel bajo el gorrito y la camisa de Mundicolor e ir a donde los pies te lleven.

En mi primera inmersión en Mauricio, los negritos me miraban como si yo fuera una barrita energética, otra vuelta de manivela en la caja registradora, pero, luego, en la segunda, di con un falansterio francés que practicaba la religión subacuática con hondura, recogimiento y abundante bibliografía. Gracias a un aguacero que espantó a los turistas y a los macacos pude ver el Grand Basin, el lugar más sagrado para los hindúes, envuelto en un cascarón de agua, trepado por lianas de humedad, cubierto con gasas de niebla -un tejido de nagas, de serpientes, como envoltura del velo de Maya-, encajado en un volcán: cocodrilesco, inaugural, poderoso como el alarido del origen.