Los arquitectos han alcanzado hoy un rango social parecido al que tenían los sumos sacerdotes cuando la humanidad inventó la escritura, el cálculo, las ciudades y la esclavitud, de paso. Se trata de una gavilla de inventos que guarda total coherencia porque de nada sirve calcular si las cuentas no se ponen por escrito, poca utilidad tienen las ciudades horras de planificación y cálculo, y bien vacía queda cualquier capital, o villorrio, si no hay un ejército de esclavos que, amén de levantar casas, palacetes y templos, contribuya a su mantenimiento y gloria. Pues bien, todo el tinglado de números, letras, ladrillos y esfuerzos necesita de la varita mágica del Gran Hacedor, divinidad que, lejos de referirse a un ser trascendente y mistérico, queda encarnada hoy en la figura del arquitecto-estrella, el contrapunto ideal del ciudadano-estrellado. Los arquitectos-estrella, al igual que los impresionistas-dentistas del cuento de Woody Allen, no se detienen en minucias tales como la de si el estallido de formas y colores del implante flamígero podrá caberle en la boca a la señora que lo encargó, pobre de ella, para comer mejor. Se trata del arte por el arte o, mejor dicho, de la religión por la religión, aplicada ahora a los edificios urbanos. Con la particularidad de que ese arte religioso excelso también tiene su cuota literaria (de ahí las palabras) e incluso su ración de cálculo (que no se refiere en esta ocasión a los cimientos sino, hablando del del artesano-dios, a sus honorarios).

Este periódico ha hecho pública la noticia de que el caballero estelar que le vendió al anterior presidente de Baleares una maqueta de ópera emblemática, es decir, capaz de pasar por el emblema mismo del timo del tocomocho, ni siquiera se molestó en usar el mecano para hacerse con un millón de euros de los de antes de la crisis. Le colocó la maqueta que ya tenía hecha para Zurich, en un gesto de sostenibilidad que espero que le haga al caballero Calatrava candidato a algún premio verde de los más sonados. No recuerdo el juguete en sí, pero supongo que iría por el mismo sendero de los puentes blancos, altivos y a todas luces reñidos con el sentido de la moderación que el arquitecto va sembrando o, de tirar hacia el negro, por el monumento a la grúa-ladrillazo, verdadero icono del feísmo. A tal respecto, no sé qué cabe dar por más admirable, si la labia del arquitecto-estrella (escritura), el abracadabra de facturar un millón y querer llevarse luego las pruebas del desaguisado (cálculo), el empeño en hacer de Palma un museo de los horrores (ciudad) o la capacidad para lograr que todos nosotros digamos «sí bwana» (esclavitud). Uno y otro, arquitecto-estrella y presidente-galaxia, lograron lo que un arqueólogo de dentro de diez mil años calificará de nueva piedra de Rosetta al toparse con las huellas de la ópera nonata: reinventar la civilización. Recreada, se caracteriza porque ya no hace falta escribir ni calcular: a base de urbanización (propia) y esclavitud (ajena) se cumplen todos los sueños. En esas estamos.