Algunas veces nos enamoramos de los sitios por las páginas de un libro. Nunca había estado en Marsella. Ahora sí. Me trae aquí la magnífica traducción que ha hecho Georges Tyras para la editorial La fosse aux ours de mi novela «Maquis». No conocía Marsella. Bueno, la conocía en las páginas de un escritor inolvidable: Jean-Claude Izzo. Novelas policíacas que tienen en esa ciudad su principal protagonista. Y al comisario Fabio Montale. Y la amistad. La lealtad. Los desastres de la desigualdad social con la inmigración al fondo. El amor que a veces se rompe porque el tiempo es como uno de los acantilados que hay al salir de Callelongue, cuando buscas las calas donde empieza a refugiarse la luz de los veranos. La luz de Marsella. No sé si hay otra igual. Sobre todo por la noche.

Voy con los libros de Izzo por las calles del Panier, entre casas con fachadas que lucen desconchados de melancolía. En los balcones vuelan sábanas y pantalones viejos tendidos en los alambres del desconcierto. Mira el paseante desde las escaleras que llevan de un extremo a otro del barrio los barcos del Puerto Viejo. Adivina más allá los islotes del Frioul y en el de If visitará más tarde el castillo donde estuvo preso El conde de Montecristo. Una fortaleza en medio del Mediterráneo. La celda con el agujero por donde escapó Edmond Dantés en busca de un tesoro y la venganza. La realidad y la ficción construyen la verdad de la historia.

No se entiende Marsella sin el comisario Montale o esos personajes agónicos a los que Jean-Claude Izzo dibujó con tinta de tragedia en «Los marineros perdidos», una de sus novelas más extraordinarias. Lo dice en sus páginas el griego Diamantis: Marsella, la ciudad más misteriosa del mundo, la más humana. Así la veo, así la vivo en esta visita donde hablo de una historia antigua mientras me preguntan en todas partes qué ha pasado con el juez Garzón. Nadie lo entiende. Es muy fácil de entender. En Francia y Alemania ser nazi es un deshonor, un delito. En España, ser franquista es una marca de lujo, como los regalos caros de la corrupción política por la que también me preguntan en los coloquios de las librerías francesas: no sabe Francisco Camps lo famoso que es en Francia.

En las novelas de Izzo muere la gente porque es difícil vivir en medio de ninguna parte. Una noche abro el correo y Paco Sanz me dice que se ha muerto Ina Artés. Un doble trasplante y el corazón enorme de Ina estalló como estalla el cielo limpio de Marsella en la playa solitaria de Les Goudes a la hora del crepúsculo. La muerte. La puñetera mierda de la muerte en las novelas y en la vida. Ese grito de entraña devastada, como escribía Marina Tsvetáieva en un poema que provoca escalofríos. Aquí he conocido a Didier Daeninckx, uno de los escritores franceses que más me gustan. Novelas policiales, de profundo contenido social, comprometidas con la memoria que se niega a enterrar historias como la de Argelia, la gran cuenta pendiente de la Francia contemporánea.

Mañana saldré de Marsella y dejaré atrás el encuentro entrañable —ese olor a casa familiar— con Pascual y Olga, el caos de una ciudad que se te cuelga en la espalda como una célula más de un cuerpo acostumbrado a los regresos literarios, a decir adiós como si decir adiós a ciertos sitios no fuera imposible. Después de Marsella viene Toulouse, la ciudad roja, con su historia de exilios y ladrillos en las casas formando el color único de una peripecia que tiene que ver con el orgullo. Allí me esperan, en su Instituto Cervantes, los tantos años amigos, ya como de mi familia, Domingo y Eloísa. Y Marie-Laure con sus proyectos culturales, y el recuerdo de mi querido Juan Mateu, que era albañil y hacía teatro con sus paisanos españoles. Y con ellos Frédéric y Marlène, y Placer, y Michelle con su cine en versión original. Y tanta otra gente que forma parte más que necesaria de un recorrido personal, inacabable y extranjero por los libros que más amo y por la vida.