Si no está al tanto usted del ar­tículo que Matías Vallés dedicó el martes pasado en este periódico a la reforma laboral, apresúrese a consultar las hemerotecas. Resulta de lectura obligada, y no porque sea muy divertido, que lo es, ni por su carga de profundidad contenida, que la tiene, sino por la claridad meridiana que se desprende de sus párrafos. La única nube que enseña es la del título —«La reforma laboral, en síntesis»— cuando en realidad no se trata de síntesis alguna: el de Vallés es un análisis de lo más profundo acerca de las claves ocultas de las relaciones laborales, es decir, humanas. El autor, que tiene estudios de química, barrunta valencias, detecta pesos moleculares y acota reacciones al pH dentro del articulado real de la reforma, que es el que Vallés nos brinda. Al final, de golpe, le sale eso que los físicos del CERN llevan tiempo buscando con su colisionador de hadrones: el bosón de Higgs, más comúnmente conocido, sin que lo conozca nadie, como la partícula de Dios. Se trata del componente último de la materia que le serviría a cualquier demiurgo no ya para crear el universo entero, sino para diseñar la secuencia perfecta de acontecimientos que, de átomo en átomo, galaxia en galaxia y especie en especie, nos llevaría a lo que tenemos ahora. A la antesala, anunciada por el Gobierno, de lo que será la reforma laboral fetén; el cúmulo definitivo por el que suspiraron todos los tiburones del neoliberalismo. Vallés pormenoriza los ocho artículos que debe contener ese paso final e irremediable, añadiendo uno último de tenor sólo estético como estrambote.

Muchas veces se ha sostenido que cuando hay que acudir al sarcasmo es porque se han perdido todas las batallas y la guerra puede darse por liquidada, siendo más que previsible lo que vendrá a continuación (ya saben: vencido y desarmado el Ejército Rojo...). Porque de eso se trata: de usar la ironía como vehículo premonitorio para hacer frente al vacío total que apunta en el horizonte. Los existencialistas no supieron agarrarse a ese clavo ardiendo y terminaron o haciéndose metafísicos, o suicidándose —lo que llegara antes—, soluciones todas ellas muy por debajo de lo que cabe esperar del talento literario. Pero lo malo que tienen los tiempos modernos, tan acelerados ellos, es que precipitan los acontecimientos a una velocidad propia de esas partículas a las que nos referíamos antes. A Moncho Alpuente le cerraron «El País imaginario» porque a los pocos meses, o semanas, las noticias que daba salían como titulares del periódico serio. Al articulado de la reforma laboral, según Vallés, le puede pasar lo mismo: que se convierta, de columna periférica, en libro sagrado, en Toráh, Evangelios y Corán (todo a la vez) de la síntesis que apunta de ese nuevo amanecer. Quien crea que es sorprendente que sea la izquierda —bueno, la socialdemocracia— la que emprende ese camino de contrarreformas, no ha leído con cuidado la historia. Ni tiene por qué hacerlo. Para lectura obligada, ya digo, la del artículo de Matías Vallés.