Parece ser que, por enésima vez, se nos anuncia que hay un serio proyecto para que los fiscales asuman la instrucción. Y digo, sin miedo a equivocarme, que se trata de la enésima vez porque éste ha sido un debate constante en la justicia, al menos desde el primer día en que yo me incorporé a ella, ya hace muchos años.

La polémica está servida, no tanto por lo que es o será, sino por lo que se imagina o se quiere hacer ver. Pero no estaría de más hacer unos breves apuntes de lo que significa la instrucción. Ésta consiste, ni más ni menos, en la averiguación del delito, de su existencia, sus circunstancias y sus autores, y esta labor hasta hoy compete al juez de instrucción, como su propio nombre indica, pero no únicamente al mismo.

Las labores de investigación, huelga decirlo, recaen en gran parte sobre las fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado, por supuesto que bajo la instrucción —valga la redundancia— del juez, o, en su caso, del fiscal. Pero no pensemos ni por un momento que se trata de suplir a las mismas, que el juez o el fiscal van a salir a la calle a buscar pruebas, a recoger vestigios, a contratar peritos o a encontrar testigos. Eso queda para las películas americanas y las series españolas pésimamente documentadas. Aunque sería pintoresco que alguien nos mandara a la calle y nos dijera, a modo de Canción triste de Hill Street, «tengan cuidado ahí fuera». Nada más lejos de la realidad.

Hablamos de la instrucción en el sentido jurídico, de dirigir la investigación acordando la realización de las labores de averiguación y búsqueda, de las pruebas periciales, de declaraciones de imputados y testigos y de todo aquello que, en definitiva, pueda contribuir a conocer la verdad material de los hechos, para poder atribuirles una consecuencia jurídica, que es o debiera ser la condena del culpable y la absolución del inocente, así como la reparación en la medida de lo posible de las consecuencias del delito.

Visto así, no debe alarmar a nadie que la instrucción recaiga sobre el juez o sobre el fiscal, habida cuenta de que ambos poseen la misma formación y que, incluso, han pasado por idéntica oposición. De hecho, así ocurre en materia de menores, donde, desde años ha, es el fiscal quien instruye y existe un juez de garantías.

Los problemas, en realidad, son más formales que materiales, puesto que una decisión de este tipo supone cambiar todo el sistema procesal, con las inevitables consecuencias que en sus puestos de trabajo verán los que intervienen en el proceso. Pero al margen de esta cuestión, que no es baladí, no hay obstáculo insalvable. Quizá si nos desprendiéramos de la falsa idea de que el fiscal recibe órdenes mientras que el juez es imparcial, seríamos capaces de admitirlo como una opción profesional sin más. Y quizás ese esfuerzo merezca la pena en pro de la justicia.