Dice el profesor Gil Calvo que la huelga general es un resorte viejo, un método desfasado en el capitalismo coloidal, algo así como empeñarse en mover una locomotora con la tecnología del vapor. Y pone como ejemplo a los países escandinavos, donde no hay huelgas generales desde hace medio siglo. Hombre, tener los niveles de bienestar y asistencia social —la educación, la sanidad y las pensiones— de Noruega o Finlandia y encima hacer huelga general, me parecería un vicio (un vicio leninista, en concreto) y los trabajadores, a diferencia de Carlos Fabra, sólo nos podemos pagar unos pocos.

Dicho esto, entremos en el fondo del tema que aflora en una intuición de Juanjo Millás, a saber: que las ­huelgas generales sólo se pueden ganar por fuera de combate, no por puntos. Es decir, que la que vivió nuestro país fue un fracaso de amplia repercusión o un éxito de amplitud oceánica, pero de un centímetro de profundidad. Tal vez por no haber preparado el marco moral, porque la huelga es un reto, un desafío juvenil, una fiesta biológica. El capitalismo autófago (fase superior del capitalismo funeral), obviamente, es lo contrario y durante tres decenios (desde Reagan más o menos) cultivó el delirio (estructurado) de que era posible una economía libre sin ninguna cortapisa, que vendría a ser como el tráfico rodado sin señales ni agentes de la autoridad.

Así pues, si la situación es desesperada pero no grave y creemos que Zapatero no sabe adónde va, pero dudamos de que Rajoy empuñase el timón como es debido, algo habría que hacer, porque si esperamos a que sus partidos los releven, podemos esperar sentados. Tampoco me parece lógico que no se defienda el derecho del Estado a recortar los presupuestos cuando haga falta, porque entonces se pierde autoridad para exigirle que gaste más en inversiones, única forma (conocida) de crear empleo en las fases de inapetencia y temor del capital, según Keynes (que a lo peor también ha sido retirado con la caldera de vapor). Sí, no se trata de análisis políticos, sino de opciones morales.