Ahora se aprecian las consecuencias. Una Inglaterra sin industria, sin minas, sin agricultura, con una deuda pública ingente provocada por la necesidad de salvar a su banca, la única institución que sobrevivió a los años de una señora Thatcher que lo jugó todo a la carta de la City, ahora, cuando tiene que pagar la deuda pública justo a los mismos bancos que salvó el dinero los contribuyentes, no tiene otra opción. Ha de privatizar los bosques ingleses. Para ello, tiene que derogar una ley en vigor desde 1212. No podíamos elegir un símbolo más preciso para entender el significado de lo que podemos llamar el final de una nación. La conquista histórica que la leyenda asoció a Robin Hood, la gran revolución de la época de Juan sin Tierra, la traducción popular de lo que significó la Carta Magna para los barones, ahora llegará a su final si, finalmente, se aprueba la ley que prepara el Gobierno de conservadores y liberales presidido por Cameron. Se cerrarían con ello los ocho siglos de historia inglesa que hicieron de este país el emblema de la civilización europea. Y uno mira la faz de Cameron y no se encuentran signos de las agallas que debería tener un político a la hora de responder de aquello sin lo cual la historia se disuelve como un mal viento.

El Tercer Mundo, del que hemos vivido durante mucho tiempo, ahora se vuelve contra nosotros, y como un fantasma entra en posesión de nuestra casa. Weber, el sabio Weber, lo dijo con toda rotundidad. Cuando uno importa bienes de países atrasados con la idea de aprovecharse de ellos, se equivoca. Junto a cada uno de los bienes que importa a bajo precio, y con el sudor de la esclavización de muchos seres humanos, acaba importando también las condiciones de vida generales de aquel país atrasado. Así, la tierra inglesa, que durante siglos se consideró patria común, ahora se entrega a las motosierras para convertirse en campos de golf. La Inglaterra de futuro será la City, Oxford-Cambridge-Imperial Collage y campos de golf privados. Una reserva para ricos banqueros y estudiantes de todo el mundo. Nada pensado para la comunidad de los ingleses.

Esta venganza se extiende por doquier, desde luego. Pagar nuestro déficit nos obligará a acercarnos poco a poco a las condiciones laborales de los

países del Tercer Mundo, de los que hemos estado importando bienes a precios de ganga. Estos son los elementos para imaginar el futuro. Desde luego, no nos sorprende que Francia se ponga en marcha, por mucho que tampoco pueda brotar de esas movilizaciones, profundamente conservadoras, otro anhelo que seguir como estamos. Entre ese conservadurismo y el de Sarkozy, que intenta reconducir estas protestas hacia el chivo expiatorio de los romaníes, no hay color. Al menos, las resistencias francesas están sostenidas por el coraje. Serenidad y concepto, apenas ofrecen. Y para acabar de arreglarlo, la señora Merkel, contra todo pronóstico, impulsa desde el poder la idea de que la sociedad multicultural ha fracasado, frente a todas las evidencias que nos sugieren que, por mucha vigilancia que haya que tener sobre ciertos elementos, la inmensa mayoría de los grupos humanos de nuestras grandes ciudades ofrecen más probabilidades de convivencia pacífica que de enfrentamiento.

Los elementos del peor escenario están encima de la mesa. Ante sociedades sin defensas, como la británica, sus líderes se permiten romper con toda su historia pasada. Ante sociedades todavía con capacidad de ordenarse, como Francia y Alemania, sus líderes políticos se empeñan en agendas falsas, como los rumaníes, los turcos o los musulmanes. En nuestro caso, el paralelo consiste en el ensayo de poner en el centro de la agenda el destino de una banda terrorista cuyo final ya está descontado.