La sublevación popular que brota estos días en diferentes países del Magreb refuerza el relieve histórico de la transición política española y acentúa el valor de la libertad que aseguran los regímenes democráticos. Es un orgullo que hoy podamos servir de referente. Sin embargo, tres décadas después de que la Constitución impusiera el nuevo orden que ha garantizado el periodo de mayor estabilidad y desarrollo jamás conocido en España, persisten algunos tics y privilegios que enturbian la calidad de nuestro modelo de convivencia. Con demasiada frecuencia soportamos la presión de colectivos que se resisten a perder prebendas defendidas con hostilidad, avaricia y saña. Muchos funcionarios, por ejemplo, han aprovechado los resortes del sistema político para lograr ventajas y consolidar prerrogativas incompatibles con la igualdad de derechos proclamada en la Carta Magna. Entre ellos figuran los empleados de la Ciudad de la Justicia que, con total impunidad, se niegan a reconocer autoridad alguna. Ayer desafiaron las órdenes de la presidenta del TSJ-CV, Pilar de la Oliva, y del juez decano, Pedro Viguer, de retirar los pasquines que identifican y atemorizan al periodista de Levante-EMV que destapó el fraude laboral. Reponían los carteles al tiempo que los retiraba la Guardia Civil. En manos de los jueces y políticos que con tanta incoherencia como tibieza han afrontado este escándalo está evitar que esa arrogante actitud quede impune. Sólo cabe imponer la ley. Y con ella evitaremos que se afiancen las castas.