Cullera tiene dos caras radicales: al norte la marjal salvaje y al sur los edificios salvajes. En esta parte urbanizada hemos coincidido con mucha gente de la urbe como Pepe Asensi, periodista; José Manuel Romeu, impresor, o Paco Verdeguer, exdirector central de Ibercaja. En el extremo norte, desde urbanizaciones como el selecto Mareny Blau o la fastuosa Residencia Ariane, dirigida por Marié y Luís, ya en término de Sueca, otra caterva de notables pasean por la playa, como el flamante presidente de hermandades del Trabajo, entidad fundada por don Abundio, el conocido vicentino José Miguel López Gutiérrez; su simpática hermana María del Carmen; el actor y director Vicent Ortega –que acaba de estrenar los «contes màgics» en Senyera-; don Paco, párroco de l´Alcúdia, y don Rafael, de la Basílica de la Mare de Déu; o Amadeo y Carmesín, de la falla Carabasses, y hasta hace un año Indalecio Soriano, del Collado y Altar del Mercat. Son gentes representativas de la Valencia tradicional que se encuentran en aquellas veredas inexploradas con la Valencia alternativa del rincón naturista de la playa sin nombre.

Todos estos personajes pasan sus vacaciones al borde del nudismo, en el reducto último del naturismo valenciano, que subsiste allí como la aldea gala en los cómics de Asterix. Precisamente en aquel paraje viví una anécdota relacionada con un personaje eminente que desgraciadamente ya nos dejó. Se abrió allí hace más de veinte años el primer camping nudista y la noticia causó mucho revuelo.

Me dispuse a visitarlo para escribir un artículo y me adentré por la «Senda del Pollo» que era un estrecho caminito lleno de polvo y arena. Al final, un exboxeador muy dicharachero había inaugurado el establecimiento. No recuerdo el nombre de aquel deportista. Su esposa cocinaba magníficas «fideuades» en cueros, mientras el marido admiraba las beldades jovencitas que frecuentaban el lugar. Me contaron que luego acabó comprometido con una de ellas, pero no sé qué habrá sido de sus vidas. Lo que fue camping saleroso es hoy un montón de ruinas donde aparcan los automóviles que llegan atravesando la angosta trocha.

Al realizar aquella visita periodística coincidí con otro escritor que también había acudido movido por la curiosidad. Me resultó sorprendente, pues lo tenía por uno de esos «gentleman» incapaces de atreverse a pisar un sitio como aquel. Era Felipe Perles Martí, cronista oficial de Gandía, y probablemente una de las personas que más ha amado nunca la Ciudad Ducal.

A raíz de aquel encuentro nació entre nosotros una buena amistad. Nos conocíamos desde el primer congreso de Turismo Valenciano, que se celebró en Benidorm bajo la dirección informativa de Baltasar Bueno. Coincidimos después en el Concurso de Fideuà que tan gallardamente impulsaba Rosario Santiago en Gandia.

Recordamos muchas veces, al encontrarnos en elegantes actos oficiales, aquella mañana naturista en una cafetería al aire libre, entre los excéntricos personajes de aquel camping familiar que nunca más volvió a ser abierto.

Al pasar los años, lo que más se valora de todo es que no se haya construido nada en aquellos terrenos. Contemplarlos llenos de dunas y de arena virgen es un gozo total. Un verdadero gozo naturista, sin necesidad de asumir el nudismo que en su día fue símbolo de toda aquella zona.