Hemos aprendido demasiado pronto a olvidarnos de las preguntas importantes. Quizás éste sea el efecto de siglo y medio de positivismo. Lo que no puede ser contestado, mejor ignorarlo. Así, los sabios positivistas de mitad del siglo XIX elaboraron listados de problemas y cuestiones que, puesto que parecían incontestables, era bueno tenerlas a la vista, pero para no dejarse inquietar por ellas. La paradoja, todo un síntoma, pasó desapercibida. Hoy sabemos que se empieza por ahí y se acaba en el tedio impotente que contempla el paso de los días como si fueran ajenos. Aquel listado de preguntas tenía una funcionalidad: todavía recordaba lo que importaba. Pero el positivismo enseñó a despedirse de lo lejano a cambio de la calderilla del corto plazo. Desde luego, lo importante no se pronuncia para ser contestado de inmediato. Sin embargo, preguntas como aquéllas —¿qué debo hacer?, ¿cómo sé que así soy feliz?, ¿qué tengo derecho a esperar?— impidieron que la especie humana se sintiera satisfecha demasiado pronto. De entre todas las culturas, sólo la griega se interesó más por lo que no sabía que por lo que conocía. La satisfacción no fue su horizonte. Como compensación de lo que sabía que ignoraba, emergió el mayor refuerzo de la vida consciente que conozca la humanidad. Así surgió la cultura en la que algunos seres humanos se preguntaban si querían ser como eran.

Es posible que la pregunta, forma suprema de insatisfacción e inquietud, se convierta pronto en una curiosidad antropológica. Quizás ese fruto de la vida reflexiva, que procede de una existencia improbable, resulte innecesario en un futuro en el que ya todo estará resuelto. Es posible que el positivismo triunfe por fin imponiendo sólo listas de preguntas cuyas respuestas ya se conocen de antemano. Puede que así ayude a triunfar a eso que se llama mercado, que nos ofrece sólo necesidades ya resueltas. El sueño de una especie acoplada a su ambiente de forma perfecta quizá nos permita seguir soñando todavía un buen rato. Pero me temo que sin un puñado de gentes que no hayan olvidado lo importante, nadie nos dará buenas noticias en un tiempo.

Días atrás, el célebre periódico alemán Die Zeit recordaba que, al inicio de los años ochenta, cuando se tejía la resentida mentira del neoliberalismo —todo es resentido en el neoliberalismo, desde Hayeck a Reagan—, Alemania tomó una decisión existencial. Traigo aquí la expresión porque nos golpea como un dedo en el ojo. ¡Una decisión existencial! Lo más parecido a esto que nos brinda la torpe cultura que circula en España es ponernos a régimen tras las fiestas. No interesa ahora identificar en qué consistió la decisión alemana. La clave es que hubo una. ¿Y la española? ¿Quién tomó aquí una decisión existencial capaz de convencer a nuestra sociedad de que había un camino transitable? ¿La tomó Felipe González? ¿Y cuándo la abandonó? ¿Podemos llamar decisión existencial a una alucinación mental transitoria que se hacía fotos imperiales en las Azores? Aquello, que fue lo más parecido, no fue una decisión, sino una mentira. Para que sea tal, la decisión debe ser hegemónica, reunir a un pueblo, no dividirlo. 1982 lo hizo y se decidió a favor de la democracia. Acabó pisoteada por Roldán y cía. Ahora lo vemos. En las grandes ocasiones de su historia, España se ha sentido satisfecha demasiado pronto. Luego, la deriva, la alucinación, el shock, el dedo en el ojo de una realidad que sigue ahí, a pesar de que nosotros miremos distraídos.

La decisión existencial alemana fue convertirse en un Estado industrial. Esta decisión no se tomó porque Alemania se quisiera hacer con todas las reservas en dólares del mundo o porque por fin quisiera vencer a la City. Se tomó porque era la manera de implicar en un proyecto a un pueblo entero, de decirle a su gente que todos eran necesarios. Producir es algo a lo que todos pueden sumarse y no como especular, un juego en el que, por naturaleza, pocos ganan y muchos pierden. Producir es una actividad que tiene en cuenta la improbable existencia del ser humano y casa bien con palabras arcaicas de una especie animal insatisfecha y desajustada, como igualdad, trabajo, justicia. Eso ha convertido a Alemania en el primer país industrial del mundo. ­Nosotros no podemos ser los primeros en nada. Pero para una decisión existencial no es necesario serlo. Basta con que todavía podamos preguntarnos por lo importante, por lo que se resiste a una respuesta a corto plazo. Sobre ello habría que tomar la decisión existencial. Y a ello habría que aplicar todas las energías. Hoy ya no están los tiempos para políticos que sólo han demostrado subirse a los hombros de una organización para dirigirla como un déspota más o menos ilustrado. Quien no esté en condiciones de ofrecernos la idea de una decisión existencial hegemónica se debería quedar en casa.