Decía en este periódico Patricia Ramirez, psicóloga deportiva, que «Cristiano tiene derecho a estar triste, pero no a decirlo». La verdad es, sin embargo, lo contrario. Creo que el jugador, como cualquiera, tiene derecho a decirlo (o callarlo), porque la libertad de expresión sí es un derecho, pero la tristeza no es un derecho, sino un sentimiento, situación o estado en el que se está de hecho. Otra cosa, inevitable además, es lo que pensemos los demás cuando lo dice, reacción que no se produciría, claro, de no haberlo dicho. Esa distinción que establece la psicóloga entre estar (triste) y decirlo (o expresarlo) exige un esfuerzo de la voluntad que sólo lleva a la melancolía o a la represión insana: los sentimientos están para expresarlos y expresarnos y buscan su cauce. Que Cristiano esté triste porque se le ha descosido el osito de peluche, ése es un hecho si esa es la causa y ese el sentimiento; que lo diga es su derecho y que nosotros pensemos que está gilipollas el nuestro. El esquema que utiliza la psicóloga es análogo al que utiliza la Iglesia en su casuística sobre el sexo. Uno puede, dicen, ser homosexual, pero no puede hacer mariconadas; algo así como que tenemos el derecho a ser homosexuales, pero que es pecado expresarlo con una conducta apropiada. Algo tan loco, en fin, como que uno tiene derecho a ser un perro, pero no a decir «guau». No. Cristiano tiene derecho a decir que está triste.

Incluso el rey tiene derecho a pensar lo que quiera (faltaría más, cosa por otra parte inevitable) y (en su caso, en ocasiones, ya que su cargo limita su libertad) a expresarlo. Creo que el rey, como Cristiano, hubieran actuado mejor callándose o buscando otros cauces para expresar su tristeza futbolera o disgusto institucional. Pero es una opinión. Eso sí, cuando uno dice lo que piensa es responsable de lo que dice, es decir, debe responder. En este caso, el rey debería explicar por qué el deseo político de muchos catalanes, democráticamente expresado, es una «quimera», algo imposible; por qué una realidad política no es modificable por la voluntad de quienes la viven a disgusto.

A los catalanes que desean la independencia no se les puede amenazar con la fuerza, ni amedrentar con las consecuencias, ni constreñir con las leyes que están en cuestión, ni convertir, en un desprecio nominalista, su deseo en quimera. De momento y en primer lugar, a los catalanes que quieren la independencia se les debería decir aquello de «no te vayas vida mía, no te vayas por favor, porque la guitarra mía llora por decirte adiós». Y después, hablamos. Parlem-ne.