Odo Marquard nos entrega su último libro. Su título lo dice todo: «Individuo y división de poderes». Se supone que será su última obra, lo que le ofrece un aspecto de humilde pero poderoso legado. Una producción filosófica minimalista llega a su final y, con ella, se nos regala la última entrega de un talento irónico, mordaz, escéptico y comprometido con la causa del pensamiento liberal alemán. No debe sorprender esta conjunción de palabras. Odo Marquard es todo esto, sin duda, porque ha hecho de su vida y de su obra una cierta unidad ejemplar. Su filosofía tiene mucho de estoica: no le interesa pensar en nada que no pueda vivir, y no parece deseoso de vivir nada que no pueda hacer objeto de su filosofía. Pero todo sin patetismos, reconociendo la naturaleza de las cosas. Donde otros se expresan de forma grandilocuente, él busca lo esencial con sencillez. Ilustración para él consiste en resistir el continuo esfuerzo que nos tomamos por convertirnos en idiotas, y el famoso «ser para la muerte» es sencillamente la alta probabilidad, rozando el cien por cien, de que seamos mortales. Marquard se merece gozar de un gran éxito español, si no fuera porque es demasiado senequista y demasiado Gracián, esto es, demasiado nuestro. Pero ha compensado una cultura que ha estimado en exceso la jerga y la dificultad de ser comprendida, con una obra que aspira por encima de todo a que nada quede sin comprender.

Si hay alguien que haya buscado la formación de un sentido común filosófico en la segunda mitad del siglo XX, ese ha sido Odo Marquard. Su juego en la división del trabajo del pensamiento alemán no ofrece dudas. Marquard ha destilado todos los temas de Richter, de Koselleck, de Blumenberg, les ha dado funcionalidad educativa, pedagógica, social, y todo ello en un estilo que carece de la grandiosidad del típico maestro filósofo, pero que rezuma ingenio y elegancia. Su crítica a la filosofía del diálogo absoluto que pusieron de moda Apel y Habermas fue certera, y mató dos pájaros de un tiro al señalar que esa filosofía del diálogo continuo era tan equivocada como la teoría del parlamento de Schmitt, y ambas por la misma razón: porque confundían el diálogo con la autofundamentación continua de las opiniones. Señaló que ésta era la mejor manera de no dialogar y, a decir verdad, cuando miramos en qué se quedó aquella ética comunicativa y sus defensores, no parecía estar muy equivocado. Para dialogar se requieren posiciones diferentes, claras y francas, y el diálogo absoluto más bien obliga a ocultarlas y ponerlas entre paréntesis, produciendo así razonamientos desvinculados de la dimensión existencial de los seres humanos; en este sentido, generaba buenas palabras, pero dejaba la realidad perdida en su propio secreto. De este modo, la ética comunicativa ni ere ética ni llegaba a comunicar nada.

«Individuo y división de poderes» es, sin ninguna duda, un libro que debería leer todo buen liberal que no quiera ser confundido con los impostores que tantas veces reclaman este adjetivo. Como Marquard supone que por lo general son gente ocupada, les ofrece un libro pequeño. Apenas una tarde de lectura. Sufrimiento mínimo. Como podemos suponer, todo el libro es un canto a la finitud, a la brevedad, pero esa es la manera más directa de no dejarse embaucar. Y sin embargo, es también una defensa de las instituciones, del hombre como animal institucional. Una vez dijo que la historia es demasiado importante para dejársela a los historiadores. En realidad, la frase se puede generalizar. Las instituciones son demasiado importantes para dejárselas a sus dirigentes. Rara vez se ha tenido la valentía de defender la democracia liberal de forma tan franca y al mismo tiempo tan responsable. Tan actual. Y esto porque ese liberalismo no es sino aquello que debería constituir la forma de estar en las instituciones, el estilo de vivir en ellas, de respetarlas, de despersonalizarlas, de prohibirnos usarlas como excusa para nuestra autoafirmación. Por eso una mentalidad semejante debería abundar en todo el espectro político. Liberal como la aceptación, en todos los niveles, de la división de poderes. Un ejemplo. Desde finales de los años 80, el que no estuviera ciego veía que era necesario que al PSOE le creciera un espíritu liberal en su corazón socialdemócrata y eso significaba no dejar el partido a los azarosos líderes de aquel presente. Luego hemos visto que ese proceso no podía ir sino de mal en peor. Hoy por fin descubrimos el milagro de que los ciegos comienzan a ver. Todavía ignoramos a qué precio.

El pensamiento fundamental de Odo Marquard es que el hombre debe descargarse de lo absoluto. El hombre es demasiado pequeño para cargar con algo absoluto. Pero sólo porque no hay en realidad nada absoluto en nuestra existencia, hay pluralidad de bienes y división de poderes. Sólo por eso somos individuos. Cualquier cosa que se pretenda ofrecer como absoluta lo hace al precio de la muerte de la inteligencia, de la impostura, del populismo y del fanatismo. Si Artur Mas quiere ganarse el respeto de los europeos serios, entonces ha equivocado el camino al levantar el fantasma de los absolutos en la política catalana y romper en sus arrecifes la indispensable centralidad de las instituciones. Siempre que alguien levanta un absoluto hay que preguntarle: ¿Qué división de poderes quieres eliminar? La cuestión entonces siempre es la misma: podemos alterar el peso de los poderes, pero no destruir su pluralidad. Cuando el president Mas reclamó «excepcionalidad», mencionó la palabra que nadie quiere escuchar en Europa. Hay ciertas cosas que no permiten excepciones. Porque cuando se rompen, ya no se pueden recuperar. Una de ellas es la democracia institucional. La plebiscitaria, como la orgánica, es otra cosa y, como sabemos, nunca fueron contradictorias.