La muerte de Andreu Alfaro no sólo marca un acontecimiento histórico en la Comunitat Valenciana. Su legado es universal. Hablamos de un artista reconocido internacionalmente que tenía obra repartida en espacios públicos y museos de Alemania, Francia o diferentes países del continente americano. Fue premio Nacional de Artes Plásticas y tanto la Generalitat como la Diputació de València le concedieron sus más preciados galardones. Aunque su familia ha dispuesto un entierro discreto, no cabe duda de que se va uno de los grandes que entrará con todo merecimiento en la Historia del Arte.

Las 1.500 obras que nos lega hablarán por él a partir de ahora. Como escultor, creó un lenguaje propio que combinaba luces, sombras y colores para formar sugerentes líneas en movimiento. Sus trabajos, tanto en el campo de la escultura como en el dibujo y la ilustración, pese a su aparente simplicidad, conseguían una gran belleza plástica. Fue, en definitiva, un gran mago de la geometría que deja una impronta imborrable.

También era un autor reflexivo. El arte y el pensamiento eran para él indisociables. Impulsó, con el Grupo Parpalló, la gran modernización del arte valenciano. Y nunca dejó de influir en su entorno. Su férreo compromiso con la lengua y la cultura valencianas, junto a su estrecha amistad con las grandes figuras locales del siglo XX (Joan Fuster, Ventura, Raimon, etc.) le enfrentaron a una facción aborigen. Hoy, superado aquel desvarío cainita, debemos despedirle como lo que fue: un artista singular e irrepetible.