El papa ha dimitido y (casi) nadie sabe cómo ha sido. Si es por falta de fuerzas y salud hay que recordar que su predecesor Wojtyla seguía siendo un verdadero zascandil cuando ya andaba muy seriamente perjudicado y se nos ladeaba. Que la renuncia sea un supuesto contemplado en el derecho canónico no significa que sea muy usual. Parece que a aquel a quien ha elegido la tercera persona de la Santísima Trinidad, sólo lo puede dejar listo para sentencia el segador (o segadora) de nuestros días. En todo caso no le pregunten a Rajoy: se le ha puesto cara de Dios Padre y como Él, dispone de muy buena información, pero hace como si no quisiera saber nada (les comprendo a los dos). Otro que también debe de saber lo suyo es Mario Draghi, famoso capador italiano, pero la prensa no fue invitada a su encuentro clandestino con el Parlamento español: alguna otra guarrada preparaban, sino de qué se iban a esconder.

Se han invocado, también, dificultades con los procedimientos de la Administración vaticana, que deben de agotar la paciencia de un alemán, especialmente de un alemán de la subespecie intelectual, aunque sea bávaro. Pero a esos colegas, ya los conocía muchos años. Se alega, asimismo, la dificultad de sacar adelante sus proyectos y compromisos, especialmente los relativos a la debida sanción a los clérigos pederastas, pero ¿Desde cuándo dimite alguien por incumplir su programa o sus funciones? Miren, otra vez, a Rajoy, más fresco que una merluza de pincho.

Lo que me lleva a la sospecha inicial: Ratzinger ha salido tarifando, ha huido, como aquel simpático papa, electo pero inédito, de la película del italiano Nanni Moretti, Habemus papam. La naturaleza imita al arte aunque tarde más de seiscientos años en hacerlo y Benedicto XVI ha seguido a Celestino V que, según mis lecturas, pareció seguir el guión de Blanquerna, de Raimon Llull, cuyo protagonista renuncia al papado y se hace monje. Raimon Llull, por cierto, lleva esos mismos seis siglos de beato y le cuesta acceder a la santidad más que al Celta subir a Primera.