La caridad no responde a los parámetros de merecimiento, como ocurre con la justicia, y quizás por ello se la ha relegado al terreno de la religión. Son las religiones las que han tratado de beneficiar a los más necesitados y de ir más allá de lo que en justicia les correspondía; con lo que su contribución ha sido, en mi opinión, esencial junto con la de los sindicatos de clase y los movimientos obreros, para construir la realidad social europea y el estado de bienestar que todavía disfrutamos.

Lamentablemente, en la nueva situación creada por la crisis financiera y la corrupción galopante de los gobiernos de los países menos favorecidos, la caridad está ocupando espacios cada vez mayores como último asidero de los excluidos y, no lo duden, se ha convertido en un arma política en muchos países en los que una minoría vive opulentamente de espaldas a la mayoría de empobrecidos campesinos y proletarios. Lo peor es que en muchas ocasiones se benefician las minorías privilegiadas de las ayudas internacionales y de los fondos para el desarrollo que son hurtados de su función primordial por políticos sin escrúpulos ante el silencio culpable de los organismos y países que, financiándolos, creen garantizar una mayor seguridad de sus intereses y sus fronteras.

En los países de religión islámica, los Hermanos Musulmanes y otros grupos islamistas han establecido una red de caridad que, llenando el vacío dejado por la política, crea un nuevo clientelismo electoral que el mundo desarrollado no quiere o no sabe ver. Y mejor nos iría si en lugar de enviar las ayudas para el desarrollo a través de monarquías sátrapas y otras dictaduras las hiciéramos llegar directamente a los destinatarios, facilitando las herramientas requeridas para pasar de sociedades fundamentalmente agrarias a economías fuertemente asentadas en un desarrollo industrial equilibrado y, lo más importante, proporcionando ayudas directas para reforzar el sector público de la enseñanza en los países en vías de desarrollo.

En nuestro país también se empiezan a dar las condiciones para que sean cada vez más los que deben acogerse a la caridad para hacer frente a sus necesidades más elementales de vivienda, comida y vestido mientras contemplan cómo las organizaciones religiosas priorizan otros objetivos, a pesar de las ayudas estatales de que disfrutan. Y gobiernos elegidos democráticamente convierten en leyes la congelación de las pensiones o de un salario mínimo interprofesional, a todas luces insuficiente, mientras existen sueldos de representación exorbitantes, jubilaciones y primas a banqueros y altos ejecutivos injustificables. E incluso se indulta a personas condenadas por la justicia mientras se cacarea el mantra de que todos somos iguales ante la ley.

En el actual estado de cosas me temo que habrá que recuperar el valor de la caridad a través de la solidaridad entre los ciudadanos. Pero ¿no sería mejor restaurar la justicia distributiva como norma democrática? Y otro tanto habría que decir de las relaciones internacionales de Europa con el mundo islámico; en este último caso, para no repetir machaconamente los errores en política exterior. Por el momento, nos queda la indignación como estado anímico y como punto de partida para movilizar a la población y provocar un cambio de mentalidad que haga inviable el empeoramiento de la situación actual de injusticia social galopante, con unos niveles crecientes de empobrecimiento de las clases bajas y medias.