La superpoblación de acontecimientos permite asegurar que cualquier situación goza de un precedente próximo. Por ejemplo, la figura dolientede Juan Carlos de Borbón se inclina hacia el Juan Pablo II crepuscular, una estampa tan embarazosa para su protagonista como para los millones de devotos obligados a disimular su estupor. Sin necesidad de una titulación médica, los televidentes habían comprobado a lo largo de la semana el deterioro del rey. El declive físico sólo fue admitido a regañadientes por La Zarzuela, cuando la degradación se hacía clamorosa. El jefe de la Casa se jactaba el viernes de las cinco operaciones del monarca y enarbolaba la «normalidad institucional». En realidad, España se encuentra en la encrucijada más exigente desde 1975, con la misma falta de transparencia en la cúspide que caracteriza a los países no democráticos.

La monarquía se ha convertido en un perpetuo parte médico. Medio año después de la última intervención delicada, al año siguiente de la fractura de Botsuana, una generación de españoles sólo ha conocido las enfermedades sucesivas de su rey, espolvoreadas por manifestaciones tan caóticas como sonrojantes. Al igual que sucedió hace dos semanas con el estrepitoso ridículo olímpico, lo grave no es la caída, sino la ocultación previa a una opinión pública más formada que sus dirigentes. La maquinaria estatal se caracteriza por no disponer de corazón. La salud del monarca se ha de someter a las exigencias del Estado, y no el Estado a la salud del monarca. Por eso, Soraya Sáenz de Santamaría pierde crédito al dorar de normalidad una cadena de eventos al borde de lo insostenible.

Por muy español que sea el cirujano elegido, la operación a cargo de un eminente doctor de la clínica Mayo supone un bofetón para la sanidad del país que encabeza el rey salvo, de nuevo, que la transparencia selectiva de La Zarzuela insista en hurtar la gravedad real del trance a una ciudadanía adulta. El extraño recurso a Estados Unidos, en la muy transitada especialidad de traumatología, sigue la línea de Boris Yeltsin. El presidente tuso se sometió a una intervención cardiaca, como mínimo tan arriesgada, a manos de un legendario cirujano estadounidense cuyo equipo se trasladó a Moscú.

La noticia de la operación del rey por el equipo de una clínica norteamericana sacude al país por las mismas fechas en que el Gobierno de Rajoy grava de modo insultante los fármacos hospitalarios de los pacientes más graves, al borde del desamparo cuando se les obliga a pagar los medicamentos por partida doble. Por no hablar de las lacerantes listas de espera en procesos traumatológicos de enfermos enfrentados a dolencias similares, y a quienes se ha prescrito únicamente paciencia. En democracia, un rey no puede vivir como un rey, una cláusula aceptada hasta fecha reciente por la Familia Real. El intenso tráfico quirúrgico a que está sometido el jefe de Estado aliviaría sus efectos sociales en caso de que el monarca hubiera abdicado. Su cirujano apuntó a un postoperatorio de seis meses para un paciente de 75 años, un lastre difícil de remontar en la cúspide estatal.

El interrogante crucial se aleja de plantear por qué el rey no abdica en estos momentos, para señalar por qué no lo hizo hace un par de años, con lo cual su peripecia actual le otorgaría una dimensión mítica. La asunción de funciones a cargo del príncipe ofrecería hoy una imagen de irreversibilidad o, peor todavía, de un acceso al trono por la puerta de atrás. El heredero no ha sabido jugar sus cartas. Sin exagerar su ambición, debió exigir una sucesión en circunstancias menos onerosas, dado que se trata del único destinatario posible de la corona. También habrá que preguntar a los paladines de la opinión publicada que desaconsejaban con vehemencia la sucesión, cuando por fuerza conocían el panorama médico.

El rey no sufrirá los recortes sanitarios de Rajoy. Al contrario, se beneficiará de la fuga de cerebros propiciada por las rebajas estatales en investigación y sanidad que ha sancionado como jefe de Estado. El atropello de noticias impide un análisis en condiciones, pero la perspectiva dilatada del historiador le ofrecerá un panorama preocupante. En 2013, el jefe de Estado se sometía a una intervención de desenlace y secuelas inciertas a miles de kilómetros de su país. Su hijo y sucesor carecía de estatus definido y ni siquiera podía presumir de progenitura. Otra hija se había refugiado en Suiza, en compañía de uno de los presuntos corruptos más notorios del país. En fin, a la futura reina a tiempo parcial se le transmitían las novedades mientras bailoteaba en alguno de los conciertos de bandas indies donde curaba sus traumas de cuarentañera. Tal vez no era éste el diseño calculado por los padres de la Constitución.