Si algo revela el último crimen en Santiago de Compostela -tan complejo y arduo de descifrar- es que Galicia se ha refinado notablemente en materia de delincuencia, como acaso corresponda a su nuevo estatus de país del primer mundo. De las muertes a hoz airada por cuestión de fincas y lindes hemos pasado, casi sin advertirlo, a sucesos como el de la niña asesinada en Teo que por su sofisticación no dejan de evocar algunos de los más populares relatos de Agatha Christie.

Lo mismo ocurre en el resto de la Península, naturalmente. Poco o nada queda ya de aquellos homicidios torpemente pasionales que caracterizaban a la España del subdesarrollo. Y menos aún de las riñas por motivos de propiedad que a menudo acababan en Galicia con una o las dos partes del litigio en el cementerio.Todo eso pertenece a los tiempos en los que Galicia era un reino medio feudal de campesinos pobres e hidalgos sin un duro. Un metro de tierra más o menos constituía entonces motivo suficiente para que brillase el acero de las hoces y/o se oyera el estruendo de las escopetas. Ahora que la renta per cápita lo permite, no habrán de extrañar los nuevos hábitos que la sociedad ha adquirido incluso en lo tocante al delito. El escenario del crimen se sitúa ya en áreas urbanas y lo mismo puede recordar a una novela de Dan Brown -en el caso del Códice Calixtino- que a una de las protagonizadas por Hércules Poirot, tal que sucede con el último drama en Compostela. Por atroces que resulten los hechos, el caso se desarrolla en ambientes de la vieja burguesía con propiedades y jardines acaso dotados de rododendros como los que pueblan las novelas de la señora Christie. Es natural. Décadas atrás, Galicia era un territorio lo bastante sobrado de población como para que sus excedentes emigrasen por cientos de miles a América, Europa o cualquier otro lugar del mundo donde hubiese un jornal a ganar. Era del todo impensable entonces la idea -hoy corriente- de que los gallegos pudiesen adoptar los niños que ahora faltan aquí en lugares tan remotos como China o el África tropical. Decía un tanto cínicamente el ministro de Exteriores norteamericano Henry Kissinger que la democracia es un lujo solo accesible a aquellos países con más de 5.000 dólares de renta por habitante; aunque la inflación haya doblado probablemente ya esa cifra. Puede que Kissinger no anduviese descaminado, mayormente en lo que afecta al cambio de hábitos que trae consigo el dinero en cantidades razonables. Fue la falta de preocupaciones económicas, desde luego, la que llevó a Thomas de Quincey a teorizar ociosamente sobre el tema del asesinato entendido como una de las Bellas Artes. De ese novedoso punto de vista habría de nacer con el tiempo la novela policial que dio origen a criaturas tan famosas como el detective Auguste Dupin, de Edgar Allan Poe; el Sherlock Holmes de Conan Doyle y, mucho más adelante, el Hércules Poirot urdido por la mente depravadamente virtuosa de Christie.

Esa vieja tradición británica había carecido hasta ahora de equivalente en la Península Ibérica, donde el crimen raramente pasaba de ser un asunto de orden más bien labriego. Los últimos sucesos de Compostela sugieren que, también en el ramo del asesinato, Galicia y España han entrado ya en el mundo del desarrollo. Aunque maldita la falta que hacía ese progreso.