Las ordenanzas que, desde antiguo, regulan el uso del espacio público de nuestras ciudades tienen en común que se dedican, fundamentalmente, a prohibir o reprimir. Pocos matices nuevos aportan las que se han promulgado por ayuntamientos democráticos respecto de las existentes en tiempos más oscuros. Pocas ordenanzas invitan a socializar la calle, a promover actos lúdicos, a estimular y facilitar, por ejemplo, el juego de los niños. Ya se encargan en algunos casos los diseñadores en completar el trabajo normativo para dificultar esas funciones. Mario Gaviria recopiló en un libro (El buen salvaje, 1981) las ordenanzas de diversas ciudades españolas de la primera mitad del siglo pasado: algunas, ridículas («prohibido vocear periódicos anunciando las noticias» o«formar grupos delante de las iglesias» o «jugar los niños con barquitos en las fuentes públicas»...); otras, esperpénticas («prohibido disparar armas de fuego en el Domingo de Pascua» o «llevar transistores funcionando en la vía pública») y otras, sencillamente absurdas («está prohibido estacionarse los peatones en las aceras»). Más difícil de clasificar, a pesar de todo, es la que estableció un bando del ayuntamiento de Málaga de 1940 que prohibía a los peatones caminar por la parte «izquierda»de las aceras.

Todavía no había llegado la globalización y con ella la privatización sutil o burda de nuestras calles y plazas. Un espacio valioso que se regala al tráfico privado, se cede a los negocios del mobiliario urbano y demás artefactos, o se alquila a bajo precio a la hostelería; solo disponible a capricho de los gobiernos -en este caso conservadores-, para actos que no perturben sus sacrosantas esencias. Derecho de libre expresión, reunión y manifestación si, pero dentro del orden que defina la autoridad. El más reciente ejemplo ha sido el lamentable episodio de la prohibición por el ayuntamiento de Valencia del acto que la Coordinadora de Asociaciones de VIH y SIDA de la Comunidad Valenciana pretendía realizar en la plaza de la Virgen para recordar la lucha contra esta enfermedad cuya conmemoración mundial se realiza el 1 de diciembre de cada año. Afortunadamente, la aparición de la noticia en los medios y las críticas de organizaciones y de la opinión pública han hecho que el ayuntamiento modificara su inicial prohibición y comunicara precipitadamente a los organizadores la autorización del acto, pero advirtiendo de su imposibilidad en el futuro. El hecho merece que hagamos algunas reflexiones sobre la cuestión de fondo. Esa prohibición es consecuencia de la nueva ordenanza municipal de Valencia que entró en vigor este verano. Un extensísimo y farragoso texto de más de doscientos preceptos que no obtuvieron más apoyo que el de los concejales del Partido Popular.

Ante estos disparates, hemos de recordar que el espacio público es un elemento definitorio de las ciudades, tanto o más que sus monumentos y arquitecturas. La trama urbana, los itinerarios, los lugares de encuentro, de juego, los espacios donde se desenvuelve la vida comunitaria, son espacios de socialización que cumplen también una función civilizatoria. Las calles, plazas, parques y paseos, en tanto que son usados y vividos por las personas, son reinventados por éstas hasta transformarlos, convirtiéndolos en contenedor y escenario de todo tipo de expresiones sociales, desde el juego o la fiesta al intercambio, el malestar o el conflicto que son consustanciales al hecho urbano. Poner limitaciones, más allá de las estrictamente necesarias para facilitar el libre acceso general y la pluralidad de todas las expresiones, siempre bajo criterios de máxima tolerancia y pacífica convivencia, no deja de ser una intromisión gubernamental que muestra una vocación de control social propia de sistemas autoritarios. Resulta preocupante además la tendencia de muchas autoridades locales a desatender sus obligaciones de conservación, accesibilidad, limpieza, seguridad y otras básicas para asegurar el libre disfrute de un espacio público de calidad, mientras se favorece la mercantilización y banalización de las áreas centrales de nuestras ciudades con la coartada del fomento de un turismo mal entendido. Una lógica que, a medio plazo, no sólo contribuye a degradar la ciudad que se dice promocionar, sino que abandona a su suerte a los espacios públicos de los barrios de la periferia donde habita la mayor parte de la población.

El espacio público es patrimonio común y debe favorecerse su uso como espacio social, regulando estrictamente la presencia de actividades privadas y protegiéndolo del vehículo particular, así como de otros fenómenos que puedan limitar o perjudicar su libre disfrute por la ciudadanía. Nada más. No lo cercenen con ordenanzas y prohibiciones.