Se conmemora el vigésimo aniversario de la muerte de Lola Flores „un 16 de mayo de 1995„ y la vigorosa actualidad atestigua su poder artístico intemporal que, todavía hoy, aviva emociones encontradas de diversa índole. Así ocurre estos días por mor de testimonios que, en declaraciones al diario El Mundo, expanden mitos y falsas leyendas sobre el verdadero mito y la leyenda auténtica que encarna La Faraona. A Lolita, su primogénita, le han molestado las inoportunas palabras de ese carro de «amigos» que perjuran confidencias y complicidades harto estrafalarias. Difícil neutralizarlos si la protagonista ya no puede defenderse, sabiendo, claro está, que mentar en los medios a La Zarzamora otorga el ansiado minuto de gloria.

Lola Flores fue, es y será mito en tanto que fundó una escuela propia. O mejor, un género de vida faraónico, inusual e impracticable para el resto de los mortales. Por eso la historia del arte es una nota a pie de página de su bata de cola, situándose entre ídolos de masas ya sean Carlos Gardel, Los Beatles o Michael Jackson. El tópico manido de la folclórica desencaja con esa bomba escénica que, como nunca nadie, despuntaría en música, cine, teatro, publicidad, radio y televisión. El fenómeno Flores ocupa estudios sociológicos de genios de la pluma como Francisco Umbral, Antonio Gala, José María Pemán y Vicente Verdú, habituales en el análisis de realidades insólitas (y en eso Lola fue sustantiva). La boda de Lolita y G. Furiase, el pendiente volador y J. M. Iñigo, su papel de chivo expiatorio en esa década „la de los 80„ en donde emerge una Hacienda panóptica, entrevistas en formatos míticos como La clave de J. L. Balbín o ese merecido homenaje en Antena 3 auspiciado por esa dignísima ministra de Cultura de nombre Carmen Alborch, plasman de soslayo una carrera merecedora „como así fue„ de la medalla de oro al Mérito del Trabajo (1994).

La perspectiva histórica ajusticia la dimensión transgresora de Lola, una Guerrilla Girls anticipada. Transgredía normas, convicciones, protocolos y distingos sociales. Las marquesas de pitiminí la envidiaban, y su presencia en cualquier fiesta garantizaba, además de cachondeo, conversaciones lúcidas y espontáneas difícilmente conseguibles en sombrías tertulias eruditas. La huella de sus raíces humildes de María de Molina en Madrid moldeó esa personalidad arrolladora, insólita. Huelga navegar en internet para recibir el impacto que supone verla entrevistar a personajes distinguidos, doctísimos, ella que ni leía ni escribía.

La Faraona era una prosa en sí misma, de ahí que su sintaxis corporal congeniara con escritores como Terenci Moix o Cabrera Infante, actores como Paco Rabal, periodistas como Jesús Hermida y futbolistas como su sobrino Quique Sánchez Flores. Pudo darse la circunstancia de que se ejercitara dialécticamente con Simone de Beauvoir o Joan Fuster, pero en esas nos quedamos. ¡Y qué pena, penita, pena! Lola miraba a los ojos del corazón de la gente, nunca por encima ni por debajo. He ahí su solemnidad.

La herencia faraónica se revaloriza trascurridas ya dos décadas desde su adiós. Amén de toda la saga Flores, capitaneada por su hermana Carmen Flores de casi 79 años, queda un sinfín de submundos por descubrir sobre el planeta Lola. Morirán las primaveras pero la Zarzamora será perpetua. Hete aquí el dadivoso legado de La Faraona.