En mitad del encantamiento y del alborozo entusiasta con el que a menudo se digiere la cosa de internet „hay quienes celebran y cantan a diario a la tecnología, como los poetas cursis con el láudano y con las alondras„ aparece a veces un hecho incontrovertible al que a menudo no solemos prestar la más mínima atención: que las nuevas tecnologías, por más embellecidas y sinápticas que resulten, son utilizadas por personas y que eso hace que estén sometidas al mismo tipo de negligencia al que se exponen útiles infinitamente menos arrogantes y rudimentarios como la cuchara sopera o la caña de pescar. Hablo, sin duda, de la estupidez, del barbarismo milimetrado que guía el recorrido del hombre por el mundo desde el inicio de los tiempos y que se resuelve con idéntica disposición de ánimo en las reuniones junto a la lumbre y en las autopistas de la información.

Un ser muy querido y muy cercano, que paradójicamente ha trabajado para muchas de las grandes multinacionales tecnológicas, me decía que la gran aportación de las redes sociales no ha sido tanto de orden sociológico como antropológico: con su uso masivo se ha puesto un foco permanente a todo lo que quedaba felizmente arrumbado bajo la alfombra y que enunciado las veinticuatro horas en siniestra polifonía constituye uno de los más logrados monumentos colectivos a la imbecilidad. Facebook y Twitter, a los que, por otra parte, tan sólo un ludita malhumorado negaría sus virtudes, han envanecido la comunicación hasta el punto de convertirla en un acto de imprudencia y banalidad difícilmente soportable, en el que casi nunca parece estar clara la frontera entre lo anodino y lo que merece la pena ser contado.

Gracias a las redes sociales advertimos que un conocido que no es totalmente indiferente se casa, que una concejal aprovecha un hueco de siete a ocho para planchar y que, en suma, la gente plancha, come y se asea y que, además, todo lo hace en frenética y embobada retransmisión. Con el caso Zapata hemos asistido al circo en todo su esplendor, sin que falte ninguna de las tres grandes manías del cazurrismo con las que se conduce el hombre hispánico en sociedad: la falta de cautela „la de él„, la hipocresía y el linchamiento público. Internet, desde luego, no era esto. España tal vez sí.