Algunos querrían que esto fuera una guerra. Pero no lo es. Las viejas palabras van por detrás de nuestro mundo. Y por eso, cuando se emplean, todo produce esa sensación de impostura que descubrimos en los líderes de Europa. Esa retórica gastada aumenta nuestro estupor y amenaza con hacer endémico el silencio. Algo nos dice que no apresamos la nueva realidad. Hasta cierto punto, cuando vemos lo que es capaz de hacer el EI en nuestras ciudades, tenemos casi la misma sensación que cuando somos testigos de un terremoto o un tsunami. ¿Estamos seguros de que en el origen están un puñado de seres humanos? ¿O hay algo más? Quizá el crimen espantoso de París ya tiene la misma cualidad de un fenómeno natural de nuestro mundo. En realidad, fue un acontecimiento pronosticado con la precisión con que se anuncian las catástrofes.

Por eso es extraño que, ante algo esperado, los hombres se exciten contándose viejas historias («ojo por ojo», «seremos implacables»). Esas historias nos hablan de un delirio que anhela una solución final, una liberación, una victoria definitiva. Ante la carnicería del viernes en París debemos ser más humildes. La primera lección es esta: vamos a sufrir. No será breve ni fácil, porque hay mucho que cambiar en nuestro mundo. Cuando proferimos palabras como «es la guerra», ya nos escondemos tras ellas. No creemos que nuestras palabras puedan cambiar el curso de las cosas. Es dudoso que los guerrilleros del EI sean humanos, pero en todo caso es seguro que están sordos. Nuestras palabras solo nos distraen a nosotros. Ellos reposan sobre un automatismo que es parte de nuestro mundo. Los autómatas se desarman de otra manera, de uno en uno.

No, lo que viene no será la guerra. Será algo peor. Si alguien quiere saber cómo es la guerra que vea Band of Brothers. Es tan realista porque sabe lograr la atmósfera de un sueño. Los hombres van sonámbulos en medio de las balas, hundidos en sus hoyos, o caminan sobre la nieve esperando de un momento a otro el tableteo de las ametralladoras. Pero incluso allí hay una regla implícita. No se dispara al sanitario. Como si todo estuviera dirigido por una providencia noble, las balas no lo rozan. Claro que no siempre se cumplen las normas. Pero incluso en la guerra no cesa el derecho. Los que combaten lo saben y lo esperan. Los que sufren los crímenes de guerra, también. Hay un jus in bellum. ¿Sabe algo de eso el EI? No. Porque esto no es un guerra. En la guerra siempre hay futuro. Con el EI, el futuro no existe.

El terrible efecto de ese capítulo de Band of Brothers reside en que el espíritu de la guerra emerge en el silencio del sanitario ante el horror; de ese duelo intenso, capaz de afectar las fibras más profundas del ser humano, que respeta la muerte. No hay palabras, ni bravuconadas. Hay una mirada perdida, una parálisis momentánea, y luego una decisión que nadie sabe de dónde viene, pero hace volver al combate. Alguien lo dijo en otro episodio: «Cuanto antes sepas que ya estás muerto, mejor te irá». Eso es la guerra. ¿De verdad entramos en eso? El EI no comparte este espíritu. Aquella frase se pronuncia para favorecer la esperanza, no el suicidio. De eso va el juego en la guerra. Cuando se dice ahora que estamos en guerra, no se quiere decir de verdad nada parecido.

No es la guerra la que tenemos por delante, sino algo distinto. Volveremos a la vida cotidiana, iremos a museos, a restaurantes, a conciertos, a campos de fútbol, y olvidaremos el sufrimiento pronto, lo suficiente como para que de nuevo seamos golpeados por los autómatas de EI. No viviremos en una guerra, donde todo se juega en un sobrio delirio. Será una tortura. Cuando acabas de dormirte, o de acomodarte, la sirena te despierta, el jarro de agua fría te hace tiritar, y de nuevo entras en ese estado de histeria. Esa alternancia de la vida cotidiana y del terror es diferente de la guerra. No tendrá fin. Ni se puede ganar ni se puede perder. Nada de lo que se sabe de la guerra vale aquí. No se puede concentrar fuerzas ni se puede pensar en una estrategia. Cuanto más se vean las fuerzas de seguridad, más se verá dónde no están. El frente de combate es infinito. La batalla durará apenas unos minutos. Se acabará con las bajas de los autómatas, desde luego. Pero su muerte no es una derrota. Los muertos solo serán nuestros.

¿Nuestros? Esto es diferente de la guerra porque no sabemos quiénes son los nuestros y quiénes los de ellos. En la guerra no puedes pedirle al enemigo que no te dispare porque le des la razón. Estás arrastrado en un lado y lo que opines no tiene importancia frente al hecho del enemigo objetivo. Ahora no es así. Los frentes de ellos y nosotros no son objetivos. Pero ya sabemos la fragilidad, la pluralidad de lo subjetivo. Si la regla más sagrada es dejar que se recojan los muertos y honrarlos, ni siquiera eso nos será permitido. Lo vimos el sábado en la Plaza de la Virgen. Ni siquiera se pudo honrar en silencio a los ciudadanos a los que cualquiera de nosotros podría haber sustituido, donde «nosotros» incluye a los que se creen que son «ellos». Claro que hay que honrar a todos los muertos, también a los del Líbano y a los de Ankara. Y claro que ese respeto sin restricciones es la condición de posibilidad de la futura paz. Una vieja ley recuerda que no es inhumano dolerse más por lo más cercano. Hoy esa ley no se puede aplicar. Lo más cercano es ya subjetivo. No goza de objetividad alguna. En la Plaza de la Virgen, unos estaban más cerca de Beirut que de París y se creyeron con derecho a gritarlo en medio del silencio. ¿No sería posible dolerse por todos con la misma intensidad? ¿Asumir cada duelo a su tiempo? Solo preguntarnos eso nos muestra que estamos forzando la sustancia de lo humano. Lo que valía para el viejo mundo, ya no vale en el nuevo.

Esta violación del silencio fue masiva el sábado en las redes sociales. Es natural. Lo único que no saben hacer las redes sociales es callar. Cuando se estudien las alteraciones del psiquismo que están produciendo las nuevas tecnologías, aparecerá una completamente relevante: la incontinencia verbal. Ya se sabe el efecto de este vicio: la anulación de toda funcionalidad en el uso de la palabra. Ya no servirá ni a la comunicación ni a la división de trabajo. Sólo servirá para calmar el activismo neuronal sin objeto en una diarrea expresiva que no sabe de tiempos ni de ritmos. La probabilidad de que emerja algo significativo en ese ambiente es cercana a cero. Ahí sólo crece la basura moral. En medio de ella solo brilla la acérrima distribución de una culpa que siempre es la del otro. De eso, y de tantas otras cosas nuestras, no emergerá un «nosotros».

Cuando pasen estos días de duelo, de honrar a nuestros muertos, y antes de que nos vuelva a golpear la maza automática del EI, quizá sea el momento de reflexionar sobre la responsabilidad que contraemos los que nos atrevemos a llamarnos «nosotros». Franceses, alemanes, italianos, españoles, ingleses, tunecinos, argelinos, marroquíes, somos nosotros desde luego, objetivamente, víctimas potenciales. Pero falta que lo seamos subjetivamente en tanto actores. Por ahora no somos un sujeto común, un nosotros. Nuestra situación es trágica y peor que la guerra, porque el enemigo se desprende de nosotros mismos y nos escinde. Surge de nuestros barrios, de nuestras calles, de nuestro descuido, de nuestra incuria. Santiago Alba lo ha dicho en un artículo iluminador: tiene que ver con la radicalidad desesperada que producimos, no con una religión. Y esa radicalidad es el fruto inevitable de un mundo tan unitario que nadie puede dejar de compararse entre sí y sentirse agraviado. Eso hace común la vida del habitante de un banlieu deprimido con la de un sunita iraquí sumido en la ira.

Y así, tenemos que dar esperanzas a los jóvenes emigrantes de los barrios parisinos y a los dispersos habitantes del Sahel, para impedir al EI lanzarse hacia las costas del Mediterráneo. Eso también sobrepasa la potencia de lo humano. Ni podemos intervenir en todos los sitios ni podemos dejar de hacerlo. Esta condición no podemos evitarla. Ya llevamos mucho predicando universalismo e igualdad para que se nos juzgue con otro criterio como responsables de lo que pasa en el mundo. Eso significa que vamos a sufrir y vamos a hacer sufrir.

Esta nuestra condición trágica es esencial. Por eso no será fácil conquistar claridad moral. Si declaramos la guerra, miles de ciudadanos europeos de una y otra condición no tienen decidido de qué parte estarán. Eso es lo que testimonian las redes sociales. No es que apoyen al EI, desde luego. Es algo más sintomático. Son muchos los que consideran culpable a Occidente de lo que está pasando. Por eso nuestra situación no se parece a una guerra. No hay frentes nítidos ni estables. No hay un «nosotros» claro. Y por eso lo más urgente es construir un «nosotros» firme mediante la asunción de responsabilidades. Como ya avisó el exministro de Exteriores francés, Dominique de Villepin, con la gastada retórica de guerra no se logrará.

En esta situación sólo cabe una actuación urgente. Fomentar la paz desde Siria a Irak. Y esto no se puede hacer más que reconociendo el régimen de Irán e incorporándolo a una política constructiva en la región. Entre un islam arcaico que desprecia todo lo que es anterior al año 623 y un islam democrático asentado en un pueblo milenario como Irán, Europa no puede tener dudas. Es preciso darle una oportunidad al espacio musulmán para ordenarse a sí mismo y lograr una lógica de equilibrio. Nuestra situación comenzará a producir un «nosotros» cuando tengamos un objetivo, una estrategia y un plan de paz. Sólo entonces creeremos que sufrimos por una causa justa. Y esa es la condición indispensable de la victoria. Pronunciando viejas palabras de guerra no tenemos más que el desconcierto y el estupor de una subjetividad escindida y aturdida.