En el momento de escribir estas líneas no se sabe, aunque se teme, si habrá o no nuevamente elecciones generales. Si en el plazo de seis meses desde las elecciones de diciembre resulta finalmente necesario repetir las votaciones hay quien interpreta que ese es el resultado de que el pueblo se equivocó la primera vez que emitió su voto. Y esa valoración de los hechos me sugiere alguna reflexión que no me resisto a volcar sobre el papel.

Hace unos días, el Ayuntamiento de Valencia exhibió en su balcón una pancarta en recuerdo de que la ciudad fue durante un tiempo capital de España al trasladarse aquí al gobierno de la acosada República. No es un hecho menor. Esa circunstancia y otro hecho asociado: el que las Torres de Serrano se convirtiesen en depósito seguro de los fondos del Museo del Prado a iniciativa del entonces director de Bellas Artes, Josep Renau, merecen que sea recordado en ambos edificios con algunas placas conmemorativas, menos efímeras que la mencionada pancarta. Algunas agrupaciones urbanas (tertulias, asociaciones, etcétera) ya han transmitido esa propuesta a la Alcaldía. Se trataría así de recuperar la tan nombrada memoria histórica. La memoria se mantiene tanto a base de recordar verdades como de depurar mentiras, de reconocer méritos y de denunciar errores o crímenes. Seguramente es preciso perdonar, pero nunca se debería olvidar.

Por edad, algunos (ya pocos) recordamos unas circunstancias vividas en Valencia allá por los años cuarenta y tantos del pasado siglo: recordar algunas emociones de antaño es tan importante como renombrar algunas calles, pues también eso forma parte de la mencionada memoria. Los españoles éramos entonces una sociedad dócil; en los teatros de la época y cines en blanco y negro „toda la vida tenía un tono gris„ algunos padres compasivos arrastraban a sus hijos antes de que terminase del todo el espectáculo para evitar la humillación que suponía el cierre apresurado de las puertas y verse obligados a cantar el Cara al sol en familia. Pero, antes de salir el sol (por eso se llamaba el Rosario de la aurora) los valencianos procesionábamos en filas, las mujeres y niñas delante, los hombres y niños detrás, cantando con voz grave (no de tono musical sino de voz apesadumbrada) «perdona a tu pueblo, señor; perdona a tu pueblo, perdónale, señor. No estás eternamente enojado (bis) y perdónale, señor». Es decir, requiriendo perdón reconocíamos una culpa: el pueblo había sido, ya entonces, el equivocado y culpable. Si setenta años después nos vemos acusados otra vez de equivocarnos ¡esto no parece tener arreglo! ¿Habrá que pedir perdón?

Pero lo que hoy representa al conjunto de ciudadanos incluye a una mayoría de solo votantes excluyente de una minoría que podemos llamar votables; éstos son líderes y miembros de los partidos democráticos que, después de cada proceso electoral, asegurando saber hacerlo, se habían comprometido a ordenar las instituciones para obtener el máximo de felicidad para todos. Unos y otros se pueden equivocar. Los votantes, si somos los equivocados, no rectificaremos según se prevé nuestro error en los próximos comicios. Lo que queríamos era, precisamente, que hubiera necesidad de acabar con la prepotencia y el bipartidismo y que cada grupo defendiera lo más razonable y obvio de sus programas. Sin embargo€ ¿hay alguien ahí?. Señorías: deben ustedes entender que si se les ha votado así no ha sido por error. Los votantes queríamos pactos, discusiones y argumentaciones entre ustedes que siempre nos aseguran ser expertos. Es decir, que se haga política.