Advierto, por indicación de mi sagaz biógrafo „nunca salgo sin él„ que todos los días hay algún embalaje de smart TV entre los contenedores que jalonan la senda que une mi casa natal y mi casa conyugal. Esto son miles de televisores «inteligentes» penetrando en las viviendas para sitiar mentes incautas. Esto es un reforzamiento inaudito del tótem que ocupa el trono en los hogares imprudentes; la multiplicación de su poder depravante, de su fuerza tergiversadora y de su vigor abductivo. El demonio juega con los naipes marcados de la curiosidad insana, la falta de criterio y la torpeza que tantos éxitos le han dado siempre; baraja equívocos, ambigüedades e indeterminaciones, y luego los va repartiendo con la unción canalla del tramposo redomado. Una tele nueva en la que puedes elegir lo que ves; en la que ya no eres un espectador pasivo, condenado a cambiar de canal; una tele que pone lo que tú quieras cuando tú quieras; una tele sumisa; una tele conectable, compatible y obediente; una tele smart. Como el phone. Qué bien. Sólo que la sumisión de la smart es algo femenina y, por tanto, retorcida: uno piensa que lleva la iniciativa cuando en realidad ocurre todo lo contrario. Uno piensa que decide, pero lo que decide ya estaba previsto.

La smart es un tahúr habilísimo, un fullero magistral que da combinaciones necesariamente perdidosas. En la smart escogemos lo que vemos entre un catálogo que nos han escogido previamente. Somos más víctimas que nunca; más pardillos que nunca; más tontos que nunca. En la smart culmina el demoníaco proceso de anulación intelectual a que nos ha sometido la televisión. Somos ilotas perfectos porque pensamos que no lo somos. Nos han convertido en masa rebelada, en ignorantes pretenciosos, en emperadores desnudos que ostentan galas imaginarias; por eso hay toreros y sacristanes regoldando teología sin avergonzarse; por eso la moda y la corrección política son los nuevos criterios de verdad.

La smart no tiene inteligencia propia y toma la nuestra como el tahúr toma los billetes de los primaveras. Con la misma expresión de triunfo. Con la misma cara de avidez y satisfacción. En la mirada torva de sus múltiples canales, en la refracción punzante de sus manojos de píxels hay un cabrilleo taimado, una determinación astuta y malévola de prestidigitador encubierto que será nuestra ruina si no nos levantamos de la mesa enseguida.