Corría el mes de junio de 2004 cuando un equipo de la organización ecologista WWF se desplazó hasta el Ministerio de Medio Ambiente para analizar la sangre de, entre otros, por el aquel entonces ministra del ramo, Cristina Narbona. Mediante una analítica pretendían lanzar la voz de alarma sobre la toxicidad en sangre fruto del contacto diario con infinidad de productos químicos. Todo ello con el objetivo de endurecer la legislación comunitaria. Esta acción venía a raíz de otra anterior, de diciembre de 2003, cuando la misma organización analizó la sangre a 39 europarlamentarios buscando la presencia de 101 sustancias, como insecticidas, retardantes, ftalatos, DDT o PCB entre otros. El resultado arrojó la presencia de 55 contaminantes en sangre.

Esta contaminación difusa no conoce fronteras, cuyas consecuencias se dan, en ocasiones, lejos del punto de su generación. Esto es lo que sucede en el Polo Sur donde la latitud es el factor principal que determina la concentración de contaminantes orgánicos en los petreles gigantes del océano Antártico -unas especies emblemáticas de las regiones antártica y subantártica-, según apunta un artículo de la revista Environmental Research en el que participa el profesor Jacob González Solís, del Departamento de Biología Evolutiva, Ecología y Ciencias Ambientales y del Instituto de Investigación de Biodiversidad de la Universidad de Barcelona (IRBio). La investigación, dirigida por expertos del Instituto de Química Orgánica General (IQOG-CSIC), analiza el impacto de los contaminantes orgánicos persistentes (COP) „unos compuestos tóxicos y de alta permanencia en el medio ambiente que se bioacumulan en los organismos„ en las aves oceánicas presentes en un gradiente de áreas de diferente latitud en el océano Antártico.