Sin duda, la alimentación es la base de la cohesión social: sin comida suficiente no hay sociedad viable. Pero nuestro modelo consumista no prioriza especialmente su calidad, que es esencial para una buena salud, sino su abaratamiento y globalización. Recuerdo que en unas jornadas sobre agricultura, un experto comentaba que la gente ahorra en comida para comprarse móviles de última generación. Sin embargo, una sociedad -y cada individuo- que no valora las bases que sustentan su vida y su salud, tiene un gran problema de autoestima.

Este año, València ha sido designada por la FAO Capital Mundial de la Alimentación. Un gran compromiso que nos obliga a estar a la altura y afrontar los retos que esta capitalidad supone -la décima tarea titánica para el Ejecutivo valenciano. Comenzando por revalorizar la dieta mediterránea y el consumo de productos de proximidad, lo que se ha popularizado bajo la denominación de «kilómetro cero», puesto que en realidad no es evidente que consumamos los alimentos que producimos ahí al lado, en l´Horta de València, sumidos como estamos en la globalización del mercado agroalimentario.

Pero nuestra perspectiva de mejora no ha de ser solo local, sino también global e intergeneracional. Cuando nos referimos a la seguridad alimentaria de las generaciones futuras, no podemos olvidar que el cambio climático va a influir drásticamente en la reducción de tierras fértiles y en la capacidad de producción agrícola en muchos países de la franja ecuatorial y tropical. Así, ante el reto de alimentar adecuadamente a una población mundial todavía creciente, se debe priorizar la dieta más sostenible y saludable, potenciando el cultivo y el consumo de alimentos vegetales que nos permitan captar directamente la mayor parte de los nutrientes necesarios sin tener que recurrir tanto a la proteína animal, de producción mucho más ineficiente a nivel de consumo de agua y territorio, además de las elevadas emisiones de gases de efecto invernadero originadas por la ganadería intensiva. La idea de una alimentación sostenible, no lo olvidemos, implica también ir haciéndola más independiente del petróleo en cuanto a insumos y transporte, lo cual nos aboca necesariamente a las cadenas cortas de distribución y a la producción agroecológica.

Así pues, el progreso cultural en la alimentación no tiene por qué depender principalmente de la sofisticación transgénica bajo los dictados de las multinacionales, sino de la evolución hacia a una alimentación sostenible, suficiente, equitativa y saludable. El cuidado de la tierra que nos alimenta y de aquellos que de ella se nutren, son labores íntimamente vinculadas. Trabajemos por la recuperación de la fertilidad de la tierra, buscando el reequilibrio ecosistémico y educando a la ciudadanía en una alimentación saludable y solidaria.