Con la imposición por la dirección nacional de una gestora en el Partido Popular de la provincia de Valencia dada la gravedad de las luchas internas por el poder -insultos y grabaciones incluidas- y dada también la imposibilidad de celebrar un congreso que eligiese al nuevo presidente provincial con un mínimo de entendimiento entre las distintas facciones, se evidencia el grave problema de liderazgo en el que siguen enfrascados los populares valencianos desde que perdieron el poder tras las últimas elecciones autonómicas.

Pese a los intentos de Isabel Bonig de ocultar debajo de un estilo de oposición bronco la herencia de corrupción y despilfarro que dejaron, sobre todo, los gobiernos de Francisco Camps, el Partido Popular valenciano no ha superado la descomposición interna que se ha producido en su seno como consecuencia de las investigaciones policiales y judiciales que han acreditado y dejado al descubierto una forma de gobernar basada, presuntamente, en el clientelismo, la financiación irregular, la corrupción y el desmembramiento del sector público para su venta al mejor postor previa correspondiente comisión.

Los restos del naufragio -con numerosos casos de corrupción en fase de instrucción a la espera de que se sustancien judicialmente- en que se convirtió el PP valenciano tras la pérdida del poder han ido creciendo sin que sus actuales dirigentes hayan podido eliminar de su pasado inmediato el estigma de haber participado en un Consell que tomó las decisiones que llevaron a nuestra comunidad a tener una deuda de 43.000 millones de euros -imposible de amortizar- y a generar un entramado de cargos relacionados con la financiación irregular y la corrupción que hacen muy difícil una solución democrática para el partido conservador a corto plazo.

El PP valenciano se encuentra en un proceso de transición en el que si no quiere acercarse peligrosamente al precipicio de la irrelevancia política -cosas más raras se han visto en Europa- debe incorporar estándares democráticos a su ADN. Si la izquierda española se está adaptando de manera paulatina y obligada por las circunstancias a la nueva forma de entender la política que ha anidado en la sociedad, la derecha española, sin embargo, parece anclada en la lejana época de Cánovas y Sagasta, jugándoselo todo a la carta de una supuesta estabilidad y buen hacer en la gestión de la economía que se ha demostrado falsa si tenemos en cuenta la enorme deuda dejada por el Partido Popular valenciano. Huelga recordar que cuando Eduardo Zaplana llegó al poder en 1995 heredó una deuda de 5.000 millones de euros del Gobierno socialista de Joan Lerma, deuda que se incrementó hasta los 43.000 millones cuando Alberto Fabra abandonó el poder en 2015.

Los intentos de Isabel Bonig de maquillar su pasado político como medio de ocultar la catarata judicial que se les viene encima a los populares solicitando a Génova 13 la refundación del PPCV -cambio de nombre incluido- fueron rápidamente cortados de raíz por Mariano Rajoy y María Dolores de Cospedal, que dejaron bien claro que si se hundía el barco se hundían también con él A todos sus dirigentes.