Una sociedad democrática, respetuosa con los derechos fundamentales de todos sus ciudadanos, no cuestiona si las mujeres víctimas de violencia machista, o las personas de color diferente, tienen derecho a convivir en nuestros municipios o tienen que quedarse a las puertas del mismo. No plantea una votación sobre si debe permitirse o no la violencia. No sometemos cada día a plebiscito los derechos fundamentales. Y en ello nos reconocemos civilizados y humanos.

A nuestra sociedad le costó muchos años establecer algo que hoy reconocemos como obvio: los niños y niñas son personas que tienen derechos que hay que respetar y salvaguardar, ni son propiedad de sus padres, ni deben ser objetos de caridad. Tienen una dignidad inherente y unos derechos inalienables, que abarcan, entre otros, la supervivencia, el pleno desarrollo de sus capacidades, la participación, la protección frente a la violencia, y la no discriminación. Son parte de nuestra sociedad, como todos los adultos.

Este logro ético y humano tiene además su referente legal internacional en la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989, la más ratificada de la historia. España, como Estado parte, asumió en 1990 cumplirla como una obligación legalmente exigible en materia de derechos humanos. La Convención señala que la familia es el medio natural para el crecimiento y el bienestar de todos sus miembros, y en particular de los niños que, para el pleno y armonioso desarrollo de su personalidad, deben crecer en el seno de la familia, en un ambiente de felicidad, amor y comprensión.

Sin embargo, algunos niños y niñas, a pesar de nacer iguales en derechos, tienen la mala suerte de vivir circunstancias de mayor vulnerabilidad que otros. Por ejemplo, que sus familias no sean el entorno protector y amoroso que todos necesitamos, sino un espacio de violencia o negligencia. En estas ocasiones, la obligación del Estado y de todas las administraciones públicas, es protegerlos de ese entorno, del que son víctimas.

Es en este marco en el que me he quedado atónito al conocer que estos días en la Comunitat Valenciana, tierra tradicionalmente solidaria y acogedora, se está produciendo un bochornoso rechazo público, por parte de una parte de la ciudadanía y de responsables políticos de un municipio valenciano, a la convivencia con un pequeño número de niños y niñas víctimas de violencia, que han vivido situaciones que jamás ningún niño debería vivir: han sido objeto de abandono por parte de sus familias, o de violencia, maltrato o abuso, de forma que han sido declarados en desamparo por parte de la Generalitat, que es quien tiene las competencias de protección de la infancia y quien asume, en nombre de toda la sociedad, la tutela de esos niños.

Para llevar a cabo esta función, la Generalitat, en línea con algunas recomendaciones del Comité de los Derechos del Niño, así como de las entidades impulsoras del Pacto Valenciano por la Infancia, está modificando su sistema de acogimiento residencial, necesitado desde hace años de una ingente reforma, para, entre otras cuestiones, reducir el número de niños tutelados por cada centro, y facilitar su muy necesaria normalización social.

Pero cuando ha intentado construir nuevos centros, de pequeño tamaño, en los que estos niños y niñas puedan vivir en un entorno más familiar y puedan ser reparados, con el cariño y amor necesarios, del daño que se les ha producido, algunos ciudadanos, algunos partidos políticos y, aún peor, algunos plenos municipales, parecen querer plantear una consulta ciudadana sobre si debe o no permitirse.

Estamos hablando de niños vulnerados en sus derechos, a los que algunas personas quieren volver a vulnerar impidiéndoles vivir en su municipio. ¿Qué sociedad estamos construyendo? ¿No reconocemos a las víctimas? ¿No hay conciencia de que se está rechazando a los niños más vulnerables, a los que están en situación de mayor debilidad? ¿Es esta una sociedad corresponsable de los derechos de la infancia? Necesitamos serenarnos, reflexionar y cobrar conciencia de nuestros prejuicios inconscientes, necesitamos sensibilizar a la sociedad y a sus representantes de las múltiples realidades de los niños y niñas, de cuáles son las vías para su protección, de qué podemos hacer para contribuir a su bienestar y visibilizar sus derechos.

Durante décadas, con enorme esfuerzo, entre todos hemos construido una sociedad española más desarrollada, donde logros como el sistema de pensiones, la sanidad pública o la repulsa a la violencia machista son patrimonio de todos. Ahora es el momento de demostrar conjuntamente, tanto la ciudadanía como las administraciones locales y autonómicas, que la infancia, sobre todo la más vulnerable, también es un valor común a proteger. Como señaló Nelson Mandela, «no puede haber una revelación más intensa del alma de una sociedad, que la forma en la que trata a sus niños». La ética de nuestra sociedad se mide en cómo tratamos a nuestros niños y niñas.