Todos tenemos disponible en nuestro interior un espejo mágico que nos deja satisfechos cuando le preguntamos. La vanidad es, ciertamente, como un espejito que nos devuelve espléndidas imágenes de nosotros mismos que nadie más puede ver porque no existen, pero a las que nosotros les concedemos el carácter no ya de reales, sino de la realidad misma de lo que somos.

La magia del espejito de la vanidad consiste en que forma la imagen a partir de nuestros deseos y con los recuerdos y fantasías que mejor hablan de nosotros mismos, olvidando y relegando todo lo que desmienta o matice esa visión tan fantástica. Es sorprendente cómo nos apresuramos a darle crédito a todo lo que confirma nuestra propia imagen así construida. Por eso, los aduladores prosperan cerca de los vanidosos, si es que éstos tienen poder.

De hecho, la adulación es el parásito de la vanidad y convierte la alabanza falsa o desmedida en el hechizo tras el que al adulador disfruta del poder o la riqueza del vanidoso. El adulador intoxica a su víctima con el bebedizo de propios sueños y fantasías. Pero como es una intoxicación adictiva, con frecuencia el vanidoso descubre al adulador y no le importa porque lo necesita, pues la contemplación de su realidad despojada de adulaciones le causaría un terrible delirium tremens.

Así que el adulador parasita al vanidoso que le parasita a él en una simbiosis enfermiza y mutuamente degradante. Y no es infrecuente que esa relación tome forma política. Eso son la demagogia y el populismo: la adulación convertida en un espejismo político. El político adulador les dice a sus votantes lo que éstos quieren escuchar de sí mismos para poder creérselo: que son superiores, que merecen más, que nadie les ha reconocido lo que son, que son los agraviados. Esa es la clase de intoxicación que causan los aduladores de las vanidades colectivas mediante los supremacismos racistas, fundamentalistas, nacionalistas, de clase o de género, que también los hay.

Es sabido, además, que hay una vanidad sociológica por la que vivir en un determinado barrio o urbanización, frecuentar o pertenecer a unos determinados círculos e instituciones, y poseer ciertos bienes de consumo o incluso tener ciertos parentescos, se convierten en amuletos mágicos que nos hacen creer que somos lo que nos gustaría ser. Pero esa misma vanidad puede tomar forma ideológica: hay personas que creen ser mejores que otras y realmente buenas, cuando no superiores intelectual o moralmente por ser de izquierdas, o de derechas, por ser ateas o creyentes, españolas de pura cepa o catalanas de toda la vida.

Y lo peor es que, no pocas veces, los demás vemos a los vanidosos como ellos se quieren ver y les envidiamos, convirtiéndonos en vanidosos defraudados y resentidos. Solo los vanidosos ven a los vanidosos como ellos se ven, pero con la imagen invertida, es decir, envidiándolos o detestándolos. Y es que el espejito mágico de la vanidad siempre tiene un pero que poner a las espléndidas visiones de nosotros mismos con que nos satisface: hay alguien en el reino que es mejor, o más rico, o más bello o más inteligente. La vanidad es el ecosistema moral y psicológico preferido de la envidia, que es la autotortura de la que el vanidoso no puede escapar.

Al vanidoso se le reconoce porque no puede evitar exponer más o menos sutilmente los triunfos que le adornan. Una invencible necesidad interior le impide dejar pasar la ocasión de mostrarse a los demás como realmente es, es decir, como se ve a sí mismo certificado por los logros propios o los reconocimientos ajenos. La vanidad es como un estupefaciente coleccionismo de uno mismo que no puede evitar exponerse y mostrarse. Por eso las redes sociales son la más fastuosa y eficiente hoguera de las vanidades que la humanidad haya concebido. Ahora ya sabemos cómo llamar al hábito vanidoso de estar en constante presencia y exposición de uno mismo: selfi.

Y es que el vanidoso sería capaz de sobrevivir a mil y una noches de homenajes a los que correspondería con la coronación de la vanidad: la fingida humildad del que dice no merecer aquello sin lo que no podría vivir ni dar por cumplida su existencia. Por eso vive en un régimen constante de estímulos y reconocimientos. Necesita el suministro de elogios y distinciones como los bebés necesitan del alimento: a demanda.

Pero el vanidoso enseña a los demás su espejito mágico para que lo vean como realmente cree ser, sin reparar en que lo ven empequeñecido y pendiente de la admiración ajena. Por eso la vanidad es una especie de orgullo infantilizado, un chocheo del yo cargante y untuoso, pero que merece más condescendencia que reprobación. De ahí que las personas realmente soberbias u orgullosas pretendan y procuren no ser vanidosas, pues no toleran ni quieren merecer la condescendencia o la mofa de los demás.

Hay más debilidad que malicia en el vanidoso, que es más cargante que dañino, salvo que tenga poder y convierta el halago en la depravación ajena necesaria para sobrevivir, o que convierta su vanidad en pasión política o la base emocional de una ideología supremacista. Pero fuera de tales extremos, por desgracia demasiado frecuentes y actuales, lo malo de la vanidad es que es el espejismo de un yo inexistente con el que nos regalamos para huir de una realidad desértica, y que ambas cosas terminan por componer una conciencia delirante de la propia vida y de uno mismo.

Es mejor esforzarse por darles a las críticas recibidas el crédito que merezcan, y por interiorizar sin rencor el dolor que causen. Esa contrariedad disipará los fantasmagóricos delirios de la vanidad. Y es imprescindible el tesón por no respirar los humos estupefacientes de los halagos, para poder reconocer sin hinchazón lo que somos. Pero es todavía mejor atenerse a la visión de quienes nos ven con aprobación, pero sin adulación. Nadie puede escapar del todo de los encantos alucinógenos de la vanidad por sí solo. Solo los ojos ajenos de aquellos a quienes nuestro ridículo les duele como propio, pueden salvarnos del espejito mágico de la vanidad. Quien carece de esos ojos ajenos carece de la mirada necesaria para verse.