Parafraseando una conocida máxima de Von Clausewitz, en el frontispicio de la sede del Partido Popular en la calle Génova bien podía inscribirse: «La política es la continuación de los negocios por otros medios». Esto no es una hipérbole. La extensión de los casos de corrupción del PP, en cualquier territorio donde ha gobernado, cuartea y hace casi ridícula su metáfora predilecta de la manzana podrida en el cesto. No es una manzana, es una corrupción sistémica.

Sólo en nuestra comunidad, según información reciente de un diario conservador local, el partido de la gaviota se enfrenta a 20 casos judiciales importantes por corrupción, que le afectan desde Castelló a Alicante. Una honorable (?) lista de cargos cesados o dimitidos, pero no antiguos, la componen. La lista de altos cargos populares en la Comunitat Valenciana implicados en algún procedimiento judicial es mucho más larga que la contraria.

En otro histórico vivero de votos del PP, Madrid, ocurre más o menos lo mismo. A este oscuro panorama se suma otro gran nubarrón: por primera vez en muchos años, el partido de Mariano Rajoy tiene una alternativa en la derecha: Ciudadanos. Muchos votantes de derechas, hartos de taparse la nariz para votar a los populares, se encuentran que no sólo ese hedor es cada vez más penetrante, sino que tienen otro partido cercano al que votar.

La corrupción no es su único lastre. Por ejemplo, la rebelión de los jubilados. El análisis de los resultados electorales de junio de 2016 indicaba que entre los mayores de 55 años, el PP era claramente mayoritario. Obviamente esta franja incluye a muchos jubilados. Éstos, con las pensiones congeladas desde el año 2012, lo han podido collevar en los años agudos de la crisis con inflación cero. Pero con la reactivación de 2016, lógicamente ha empezado a subir el IPC un 2 % aproximadamente, lo que provoca una acumulativa pérdida de poder adquisitivo de sus ingresos. Como respuesta, España entera ha visto ocupadas sus calles por las manifestaciones de miles de pensionistas, con el correspondiente impacto mediático.

Por no hablar de la rebelión en Cataluña. Su gestión ha sido sorda y ciega, cuando era evidente la desafección de la mitad de la sociedad catalana con el Estado español y timorata cuando explotó la rebelión. Pero tal vez uno de los problemas más graves, que más afectan a la nación, es la parálisis legislativa en un momento en que existe una crisis social, territorial y, tal vez lo que es más dramático aún, de desconfianza creciente de la ciudadanía en nuestra democracia. Por eso, es más necesario que nunca el impulso de profundas medidas reformistas y el Gobierno sólo ha impulsado ocho proyectos de ley. En cuanto a las iniciativas legislativas de la oposición, éstas sistemáticamente son o retrasadas por la presidenta del Congreso o impugnadas por el Gobierno ante el Tribunal Constitucional, que es tan ágil resolviendo las decisiones del Parlament catalán, como lento con estos recursos.

No veo exagerado afirmar que estamos ante el final de un ciclo político. Ahí están las encuestas pre-electorales. Se suele decir que estos sondeos son una foto fija de un momento. Así es. Pero sucesivas encuestas de distintos institutos demoscópicos marcan una clara tendencia que permiten predecir a día de hoy que, con un significativo descenso de Podemos, los otros tres partidos nacionales -PP, PSOE y Ciudadanos- quedarán con resultados muy cercanos.

Es posible que el Partido Popular siga siendo el más votado. Suele tener cierto voto oculto, probablemente de electores que no contestan en las encuestas, por una comprensible vergüenza de manifestar que lo harán al partido de la corrupción. Pero entre los otros dos partidos, PSOE y Ciudadanos pueden sumar un número de escaños que les dé la mayoría absoluta en el Parlamento, o quedar muy cerca de ella.

Terminando con el desarrollo de este supuesto, podrían formar un Gobierno estable de coalición los dos partidos citados, después de las próximas elecciones generales, que no creo que estén muy lejanas. Ciertamente estos dos partidos tienen importantes diferencias políticas, especialmente en la cuestión fiscal o frente al problema catalán. Pero si pactaron en marzo de 2016, con escasas posibilidades de éxito, como así fue, por qué no hacerlo en un próximo futuro, con muchos más escaños entre los dos.

Sería un Gobierno de centro-izquierda, no muy diferente a los de Francia o Alemania. Debería tener un acuerdo programático de profundas reformas en todos los ámbitos de la vida pública. El presidente del mismo sería Sánchez o Rivera, según quién fuera el más votado de los dos. Uno de ellos alcanzaría su sueño de llegar a la Moncloa, el otro se tendría que conformar con ser vicepresidente. Pero más vale ser vicepresidente real, que presidente soñado.