Jane Goodall lanzaba el pasado domingo, Día de la Tierra, un emotivo mensaje en defensa del planeta y de todos las especies que lo pueblan. Una vez más, hermosas palabras de alguien que ha dedicado su vida al cuidado de los animales salvajes, sobre todo de los grandes simios. Pero, de nuevo, discursos generales, en muchos casos haciendo énfasis en nuestra responsabilidad individual, que no acaba de corresponderse con la verdadera complejidad de esta necesaria empresa.

Lanzamos al aire buenos deseos sin mirar el recorrido que pueden tener. Es lo que llamamos transferencia de responsabilidad, hacia una simplificación posibilista e individualizada de la defensa de la naturaleza. Pero conviene no autoengañarnos: no decidimos exactamente nosotros, ciudadanos que a través de un sumatorio de cambios de hábitos de consumo, logramos evitar la degradación de la Tierra. Esto ayudaría, pero recordemos que somos una civilización gregaria que obedecemos modelos que nos lanzan desde arriba.

La pérdida de biodiversidad y la degradación de los ecosistemas naturales son consecuencia de un determinado modelo de civilización capitalista globalizada, donde no se le pone límite a la extracción de recursos, tanto minerales como madereros, y donde continuamos con una acelerada transformación de selvas en campos de cultivo de soja para alimentar animales de cría y producir aceite de palma para la industria alimentaria. Por tanto, no tiene mucho sentido llenarnos la boca de grandes palabras -casi las mismas- año tras año, y no criticar el sistema que va progresivamente degradando el medioambiente del que dependemos para vivir. Ni limitarnos a presionar a los políticos cuando ellos cada vez tienen menos poder, en un mundo donde los medios de producción, las semillas y la propiedad de la Tierra están mayoritariamente en manos de grandes corporaciones privadas, con poderosos lobbies que impulsan leyes, hábitos de consumo, y generan empleo precario vinculado a la destrucción de la naturaleza.

Sin embargo, tanto en lo que respecta a la capacidad de los ecosistemas para ofrecernos sus servicios, como en lo relativo a las fuentes de energía fósil de las que depende nuestro modelo de globalización, el decrecimiento es inevitable. Y dado el estrecho vínculo entre las civilizaciones y sus recursos naturales de sustento, nuestro futuro está íntimamente ligado a cómo nos comportemos con la Tierra. De manera que de momento lo que estamos preparando es, en gran medida, un suicidio civilizatorio algo aplazado. De hecho, hay mucho más dinero público dedicado a predecir los desastres que sobrevendrán, que a luchar por mitigar su impacto lo antes posible, y educar para una cultura de la sostenibilidad, impulsando una transición necesaria en la que literalmente nos va la vida, y que no puede coexistir con una cosmovisión desarrollista.