En Europa hay que salvar a un niño de manera espectacular y ser grabado escalando cuatro pisos con una fuerza y agilidad descomunales para tener derechos y recibir de manos de Emmanuel Macron la nacionalidad y un puesto de trabajo. No basta con llamarse Mamadou Gassama, nacer en Mali, huir de un país en guerra, sobrevivir a las mafias y navegar el Mediterráneo, convertido en la ruta más mortífera del mundo. Al parecer, solo sirve disfrazarse de Spiderman y transformarse en héroe. Ser la excepción entre millones de humanos que buscan dejar atrás las realidades atroces que acontecen al otro lado de las vallas para lograr la limosna del presidente francés, quien ha lavado su imagen concediendo (verbo que lo sitúa en una posición privilegiada) los papeles al maliense. Un hecho aberrante que sintetiza el individualismo, el clasismo y el racismo que impera en la sociedad europea.

Como Gassama, existen cientos de miles de personas diciendo adiós al terror, a noches en vela, en busca de un futuro ajeno al sufrimiento. Y desde el otro lado del muro invisible, desde el sillón de la Europa que dice ser progresista, no paramos de tildar su esperanza de egoísmo, sus ganas de vivir de criminalidad y su existencia de problema. El mejor ejemplo está en casa con Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, que parece no haberse enterado todavía del drama humanitario. «No vengan a Europa. No arriesguen su vida», aseguró hace unos años en Atenas. Solo por esta frase, se vislumbra que el continente exige actos extraordinarios a los refugiados para tener los derechos que otros tenemos de nacimiento.

Lo triste es que hoy se percibe un panorama en el que se necesitarán más proezas heroicas para regularizar una situación ilegal. Y lo cierto es que los protagonistas de esta historia no son delincuentes, ni gente que viene a reventar el sistema sanitario ni el educativo. Solo quieren darle a un interruptor y que se encienda la luz; abrir un grifo y que salga agua, sentir hambre y poder abrir una nevera llena de alimentos; encontrar el bienestar social que tan lejos está de sus hogares; pasar de sobrevivir a vivir. Y así es el circo de la vida. Según como sucedan las cosas, un día te aplauden hasta la locura o te rasgan las vestiduras. En un minuto puede ser una cosa o la contraria. Y mientras el monarca galo regala una nacionalidad, dejando claro que nacer y salvar una vida otorgan los mismos derechos, los compañeros de Mamadou seguirán sometidos a un trato inhumano. La conclusión es clara: la única manera de dejar de ser un ciudadano de segunda categoría es ayudar a permanecer en el espacio terrenal a uno de primera categoría. La brecha se abre más todavía. Ahora, todos los inmigrantes mirarán a los balcones para buscar a niños colgados. Queda una duda, si la nacionalidad se gana por este tipo de actos, también tendría que perderse por malas conductas. ¿A cuántos políticos deberíamos, entonces, arrebatársela?