Básicamente, existe lo que se podría definir como la retórica de la ciencia porque la ciencia está hecha por unos pocos individuos, mientras que una posible modificación de la imagen del mundo que los seres humanos tienen es algo que nos afecta a todos. Si comparamos el número de las personas que con razón podemos llamar expertos de la ciencia con el número, en cambio, de aquellos que lo que saben de la ciencia lo saben de oídas, podemos ver cómo las cantidades están terriblemente desproporcionadas.

A este propósito podríamos distinguir tres categorías de personas:

1. Los expertos de la ciencia, es decir aquellos que hacen ciencia en primera línea;

2. Los enterados, es decir aquellos que, sin hacer directamente ciencia por trabajo, se mantienen constantemente informados a través de la literatura especializada y/o divulgativa;

3. Los profanos, es decir aquellos que saben lo que saben sencillamente de oídas.

A menudo todos nos referimos a cierto imaginario colectivo que por lo visto vive de la participación de todo individuo. Es evidente, empero, que en temas de ciencia la participación de un experto es muy diferente de la de un profano, aunque la cantidad de profanos es tremendamente más grande que la de expertos. El imaginario colectivo, si así están las cosas, estará constituido casi en su totalidad por individuos que saben poco, o que más bien no saben nada de ciencias.

La ciencia corre el peligro de convertirse en ideología precisamente en la mediación necesaria para dar a entender a un público vasto los resultados que ella va consiguiendo en su restricto círculo de iniciados o expertos. Obviamente, en esta mediación interviene un ingrediente imprescindible: el poder político. Como el poder político está hecho por pura retórica en su mayor parte, su retórica degenerada -aunque el término retórica de por sí no es despectivo- acaba afectando a la mediación entre los expertos y el público de dos maneras: 1) aunque en buena fe, el poder político puede corromper la ciencia por hacer un uso impropio de su lenguaje; y 2) en evidente mala fe, distorsionando los resultados de la ciencia para encauzar el imaginario colectivo de las masas hacia cierta visión del mundo.

Hay que destacar aquí un hecho ya de por sí evidente: en la gran mayoría de los casos, la gente común puede llevar a cabo su vida sin necesidad de entender los grandes logros científicos de los últimos siglos. La percepción que la gente común tiene del mundo es muy limitada a la escala cotidiana (la gente no anda por ahí percibiendo las cosas en su función de onda probabilista), mientras que la actividad de un científico acaba plasmando esa cotidianidad hacia una versión transfigurada de ella de tal manera que a un profano le resultaría casi totalmente ininteligible.

Un ejemplo de la distancia que hay entre esas dos categorías de personas se nota en el cine: al ver una película de ciencia ficción, a menudo los expertos «sonríen» de las bobadas seudocientíficas que van saliendo en la pantalla, pero en cambio el público se queda pasmado frente a ellas, cuando no atónito. De hecho, el cine es uno de los más grandes mediadores de la retórica científica.

Un hecho que puede sorprender, pues, es que la verdad necesite de una retórica para ser explicada a un público. ¿Acaso no es suficiente un puro y limpio razonamiento abstracto al estilo de Sherlock Holmes?

Lo que hace posible la intervención de la retórica en la divulgación científica es que el gran público pretende que la ciencia -y en general la verdad- posea cierto agarre emocional. Una verdad fría e impersonal no tiene agarre en las masas.

Pero ese agarre emocional no se refiere a la aventura intelectual de la búsqueda de la verdad, sino al impacto que una supuesta verdad puede tener en la vida de la gente. Si una verdad es perturbadora y potencialmente detonante para el mundo humano, la gente no la querrá oír.

Una verdad nunca está suelta y no va por el mundo ella sola sin necesitar otras verdades que la acompañen. Una verdad siempre necesita estar respaldada por otras verdades, en una cadena interminable. Una proposición científica que presume de ser una verdad siempre necesita estar metida en un contexto, y en caso de ser extraída de él perderá toda la pujanza, además de dejar camino abierto a interpretaciones equívocas e instrumentalizadas. Como ejemplo de ello, podríamos citar el desciframiento del genoma humano en el año 2000: «¡Todos los genes del ser humano han sido descifrados!», así sonaba, como un eslogan publicitario, la frase que ambicionaba a tener un agarre especial en el imaginario colectivo humano a principios del nuevo milenio. Sin embargo, ese descubrimiento no nos ha llevado a ninguna forma de predicción mecanicista del organismo del Homo Sapiens. Nada de prever enfermedades hereditarias con años y años de antelación. La historia individual y la interacción con el ambiente siguen siendo variables imponderables a priori. Aun así la gran mayoría se quedó con eso, que el genoma humano había sido, por fin, descifrado y resuelto, como si se tratara de una acción omnipotente de la ciencia.

Sin embargo, los expertos bien saben que eso no es así, y no puede ser así. El valor de una proposición científica sacada de su contexto e interrumpida en su concatenación con las otras proposiciones que la respaldan es nulo. La manera de proceder de la argumentación ideológica es precisamente el siguiente: cortar e interrumpir proposiciones sueltas del paradigma científico yuxtaponiéndolas en un discurso de conveniencia con el fin de estimular en cierto sentido el imaginario colectivo de las masas.

Un aspecto que hay que subrayar aquí son los tiempos de la verdad. Ya hemos dicho que cualquier proposición científica tiene que estar vinculada a muchísimas otras proposiciones que la respalden, pero esto no es de por sí suficiente. Es necesario, además, que esa concatenación de proposiciones se dé en un tiempo suficientemente breve como para constituir un discurso ininterrumpido. «Hola, ¿qué tal?», digo yo estando en el planeta Tierra a mi interlocutor que está en Plutón, y tras diez horas (cinco horas de ida y cinco de vuelta) aquél me contesta diciéndome «Hola, todo bien por aquí». Un hecho tan banal como éste nos revela que el discurso en general tiene unos tiempos máximos que hay que respetar. En esas diez horas de pausa entre un mensaje y otro, se interpondrá una cantidad de contenidos que nada tienen que ver con la conversación, y por lo tanto con el sentido del discurso. Las proposiciones científicas tienen sentido si van acompañadas y expresadas según unos tiempos suficientes para que se realice el entendimiento.

Ahora bien, si el objetivo es desviar el imaginario colectivo hacia cierta ideología, será suficiente fragmentar el discurso científico de manera que resulte ininteligible si no en proposiciones sueltas y absolutamente desconectadas de lo único que puede hacerlas verdaderas: el contexto.