Mudar de piel. Es el destino del verano. Pero también la huella que me dejó Bergman en los inviernos de mi juventud. Cuando el cine europeo de autor nos educó el analfabetismo sentimental. Sobre todo él, con sus historias hondas, a un palmo de rostro, y con la conciencia en subtítulos, del rostro del amor, de la culpa, del miedo, del dolor, de la inexperta felicidad y de la muerte retándonos a ganarle el tiempo al ajedrez. Era imposible hacerse el sueco al salir de aquellos cines universitarios de los ochenta en los que casi todos entrabamos con el corazón y los sueños en el bolsillo izquierdo de la chaqueta o la trenca, y salíamos en estrecha conversación con las primeras parejas de la utopía y toda la desnudez del sexo. Igual que si fuésemos personajes secundarios de aquellas películas de poéticos títulos, Juegos de verano, El séptimo sello, El manantial de la doncella, Gritos y susurros, El huevo de la serpiente, discutiendo acerca de los intensos diálogos sobre la incomunicación, la incapacidad de amar, las obsesiones y el influjo del deseo de los dúos protagonistas -espléndidos en primer plano la psicología del gesto y el túnel abierto de la mirada- que siempre eran uno el espejo del otro, y hacían teatro sobre todas las emociones con las que se significa el alma.

Entender a Bergman era necesario para entenderse a uno mismo, y conocer el corazón del cerebro del ser humano. Lo que tanto le gustaba diseccionar al director sueco con la conciencia lenta de la pupila de la cámara respirando la intimidad narrada de sus personajes. Su cine era necesario para hacer las paces con la carga de la religión y del castigo -el luterano en su caso, el católico en el nuestro- en una conveniente liberación a la altura de Nietzsche o de Spinoza. Y con el peso del padre, castrador y huérfano de canales emociones, que exige una metamorfosis kafkiana sin cuyo proceso es difícil madurar. Un magisterio igualmente importante en el aprendizaje de todo lo necesario sobre las fresas salvajes del deseo y del goce; acerca de su angustia y de su pérdida. Son las lecciones de su cine. Su educación y su disfrute con una novia Bergman que tuve en aquellos inviernos en transición entre la vida y el cine, imprescindible en la construcción personal de mi actitud fronteriza para leer el mundo desde el lado zurdo de las cosas, de lo real y sus enigmas. Y de elegir la posición de mi lenguaje, como su respiración en la escritura. Pensamiento estético, sensibilidad, creación, espeleología en los abismos del espíritu humano y pasión, mucha pasión, alimentándose de las películas de Bergman -no hubo ninguna que no desarmásemos en compañía de su mejor amiga, inevitable compañera igual de amante que nosotros de su filmografía frente a un vino, un plato de queso y el regreso a casa-. Hasta el punto de que si rememoro definiría nuestra relación como un amor bergmaniano.

Muchos de aquellos espectadores de Ingmar Bergman -centenario en este verano en vela donde lo recordamos con admiración- confiesan hoy la densidad, el desconcierto, el coñazo que les producían sus historias cargadas de existencialismo filosófico; de ambigüedad simbólica; de la iluminación que configuraba una textura misteriosa, inquietante, dramática y en ocasiones asfixiante a sus películas. Algo de pose existía ciertamente en esa época de hambruna intelectual por conocer el enamoramiento y el arrebato, los miedos, las contradicciones, los límites del ser y no tener del hombre y la complejidad de la identidad. Los temas también del cine de Alain Resnais, de Truffaut, de Bertolucci con Partner y El conformista; de Alain Tanner con El medio del mundo; de Andrei Tarkovsky con su poética del tiempo en André Rublov o El árbol de los suecos de Ermanno Olmi. Sin olvidar la huella tutorial de Kierkegaard, Schopenhauer, los marxistas melancólicos de la Escuela de Frankfurt como Marcuse y Benjamín; filósofos como Gramsci, Bujarin, Sartre, Desmond Morris, Levi-Strauss, Altusser, Michel Foucault con La arqueología del saber y Jacques Derrida y su maravillosa La escritura y la diferencia entre otros nombres y títulos.

Todos ellos representaban las asignaturas de una carrera con la que doctorarse en izquierdas y en personas libres. El propósito de una juventud en gran parte más dispuesta entonces a la transgresión desde el pensamiento y la cultura, convencida de llevar a cabo un sueño de transformación, progreso e igualdad social, sin renunciar al hedonismo del placer ni a la dignidad de lo ético. Todo lo desmoronado entre la traición y el escepticismo. Bastaba una ojeada a espacios como La Tertulia de Granada donde en tango anduvieron estrechos la política, la vanguardia artística, la corriente eléctrica de palabra y placer entre los cuerpos, la pintura con vida y jazz, la música contestaría y el arte experimental que hacía de la ciudad una carpeta de acción y poesía subversiva. Un tiempo de cerezas y copas donde los títulos de los libros de las estanterías de una casa simbolizaban la posibilidad de hacer el amor comprometidos y sin compromiso.

Un hombre que pregunta con su mirada no teme a la muerte como respuesta. También lo aprendí frente a Max von Sydow- que gran actor shakesperiano, inconmensurable en Pelle el conquistador- al borde del mar sobre un tablero en jaque blanco contra la reina negra. Soñé durante un tiempo con aquel ovalado rostro medieval de Bengt Ekerot aguardándome bajo el solitario vuelo de un águila al doblar una esquina en la que la soledad es la calma del oleaje, el vértigo de un silencio en el que de repente no se escucha nada. Ni siquiera el corazón de ese silencio y su vacío. Grande Bergman escenificándolo en Persona, en Secretos de un matrimonio, en Sonata de otoño, crudas autopsias del amor y del fracaso, de la confianza y la dependencia que se respiran entre los claroscuros de los sentimientos y de lo que somos. No puedo dejar de repasar lo que sus películas me ilustraron -en mi afán de que la vida y yo fuésemos capaces de llevarnos mutuamente lejos y lo mejor posible- sin recordar a sus mujeres. De hecho, desde sus inicios en el teatro sueco con obras de Ibsen, de Strindberg y de Albee fue descifrando las profundidad femenina como universo y laberinto emocional en el que los hombres seguimos perdiéndonos.

De todas ellas me enamoré en blanco y negro, escogiendo de cada una su manera diferente de ser mujer. Carnosa y felina como Gunnel Lindblon; sensual como Harriet Andersson y su imagen de la libertad sexual en Un verano con Mónica; atractiva e intelectual como Ingrid Thulin; solar y cariñosa como Bibi Andersson; elegante e irónica como Eva Dahlbeck; y lúcida, maternal e íntima como Liv Ullman. No sé si en ellas, amantes todas a las que talló en estrellas psicológicas del drama y la sexualidad, buscó la mirada de aquella joven a la que le descubrió siendo niño la sábana de la muerte -el día que accidentalmente se quedó encerrado en la morgue de Upsala- y le tocó un pecho coronado con un pezón negro y casi el sexo que le impidió la sensación de ser mirado por ella. Algo contó en La hora del lobo, y también en Cuaderno de trabajo (1955-1974) publicado por Nórdica, con motivo del aniversario del director que a los seis años le cambió a su hermano un proyector de cine de juguete por la mitad de su colección de soldados de plomo.

Tuvo suerte Bergman con los Óscar. Tres le reconocieron su trabajo como mejor película, la última Fanny y Alexander -su elegante reconciliación con todas sus preguntas acerca de la naturaleza del hombre- y tres le negaron el premio final a su nominación como mejor director. No importa. Su cine tiene su eco en Woody Allen y en Michel Hanecke. Y sobre todo en los que aprendimos, del hombre que murió retirado en la isla del faro, que «no se puede tener un arco iris sin un poco de lluvia». En mi caso también le debo el saber que nuestros demonios del corazón y el crepúsculo del alma se puedan convertir en cine y en literatura, con integridad y libertad. En una manera de contarnos Bergman.