No ha sido una buena idea dedicar los últimos días de vacaciones a ver La Peste, la serie televisiva de Movistar. Resulta difícil ver un relato tan opresivo, asfixiante y claustrofóbico como este, en el que Alberto Rodríguez ha querido ofrecer la contra-imagen del Siglo de Oro. Los pocos fotogramas en los que se ve algo de la grandiosa Sevilla pronto se fijan en la retina y hacen exclamar «luz, más luz», dejando al espectador sumido en la más intensa melancolía. El personaje central, Mateo, un librepensador, mira el mundo con los ojos de insomne. El director ha querido que el espectador tenga esa experiencia, mire de esa manera y vea las realidades confusas, fantasmales. En medio de una eterna noche espectral, en la que algunos candiles avisan de las sombras, la bilis negra del espectador crece tanto como la del protagonista. Es una experiencia angustiosa.

Comprendo que la serie haya producido heridas. Ni un solo fotograma quiere dejar de golpearnos. ¿Cómo empezar con este espíritu el nuevo curso con optimismo? Preveía este efecto y el sábado dudé de seguir viéndola. Sin embargo, cuando seguí los reportajes de las manifestaciones alemanas en Chemnitz, llegué a la conclusión de que hay más luz en la serie La Peste que en nuestro futuro. Otra atmósfera opresiva se ha instalado en nuestras vidas. Como si fuéramos en ese laberinto de callejas en el que vagan personajes sin futuro, así comenzamos a percibir que nuestra añoranza de luz y de normalidad siempre quedará pospuesta. Es una pedagogía de que los viejos tiempos no volverán, sin ofrecernos lo propio de toda educación, un camino de salida.

Se dirá que no es para tanto. Pero ese sería un comentario miope. Lo decisivo en el devenir histórico no son tanto los acontecimientos, sino las atmósferas. La nuestra es ya premonitoria. Como en la serie televisiva, al final de las inmundas callejas no llega siempre lo peor, pero en cualquier momento se espera. Así comenzamos a vivir nosotros. No vemos un camino hacia lo mejor. Ahora ya sabemos que la oleada de lo tenebroso ha llegado al corazón de Europa, a Alemania. Sólo queda saber si se tendrá coraje, inteligencia y determinación para impedir que esa atmósfera produzca sus criaturas. Las noticias de la infiltración de militantes de Alternativa por Alemania entre la policía, la incapacidad de aplicar la ley que prohíbe usar cualquier simbología nazi, la contundencia de los discursos xenófobos públicos, el llamamiento a la caza del extranjero, no producen todavía efectos materiales decisivos, es verdad. Pero generan una atmósfera cargada de presentimientos.

Esto es más importante de lo que se cree. Lo más estéril de los discursos morales reside en que hablan mediante abstracciones acerca de cosas que sólo se realizan en situaciones concretas. Uno no sabe nunca cómo se comportará en determinados contextos. Es la atmósfera el contexto que nos inclina a actuar de un modo u otro. La superficialidad de los análisis de Hanah Arendt en su libro La banalidad del mal, tan abstracto, reside en su insensibilidad para comprender el efecto de la atmósfera sobre la acción humana. Es como la peste. Uno no puede respirar en determinados ambientes sin enfermar y la propensión a la epidemia resulta entonces incontrolable. La hemos visto crecer día a día ante nuestros ojos. Se ha extendido por todo el universo democrático. Y no sabemos pararla.

Hay una escena, quizá la más terrible de La Peste, en la que, en plena epidemia, una legión de penitentes se va fustigando las espaldas mientras entona una salmodia de acción de gracias a la enfermedad. Parece un contrasentido, pero no lo es. «te damos gracias, enfermedad, porque nos enseñas que somos criaturas infames y mortales», dicen. Con las venas abiertas al aire infecto, esos penitentes son como señales luminosas para la enfermedad. La llaman a sí. Y sin embargo, ahí van, alegres hacia la fosa común. Cuanto más mueran, más engrosará el número de los penitentes. La escena produce repulsión. Sin embargo, en las epidemias ese frenesí de la muerte es creciente. Lo produce la atmósfera. Es una aceleración del final que, a fuerza de ser temido, se desea rápido.

Urban y Salvini son como esos penitentes que dan gracias a la enfermedad porque engorda las filas de los que desean la muerte del sistema democrático. La atmósfera siniestra en la que nos hemos instalado no impone directamente el final de la democracia y los valores que lleva asociada; sin embargo, impone objetivos que en sí mismos son imposibles de cumplir sin desvirtuar y finalmente acabar con el sistema democrático. Nos harán entrar en un sistema de pequeños pasos en escalada imperceptibles, pero de consecuencias imprevisibles.

Los que en Alemania alentaban a la caza del extranjero no se presentan como si quisieran alterar la forma actual de gobierno. Parecen que quieren conquistar el poder respetando las reglas para imponer sólo algunas medidas concretas. Juzgan que la democracia es un instrumento y la dirigen a una finalidad. Pero no hay modo de implementar la caza al extranjero y mantener en pie la democracia, aunque se haya llegado al poder democráticamente. Incluso si la finalidad es aparentemente menor, como defender a los europeos de la islamización, resultará imposible llevar adelante esa defensa sin atentar contra derechos fundamentales de minorías, contra derechos humanos que impiden atribuir delitos a ciudadanos inocentes. Tarde o temprano, también se reducirán los derechos de los que defiendan a esas minorías. Al final, no quedará nada.

Lo hemos visto con Salvini. No hay manera de impulsar su política de emigración sin que se violen las leyes que prohíben secuestrar o retener a seres humanos. Salvini solo podría esquivar la imputación si se reconociera que los que él retuvo no tienen derechos. Esto es: que en verdad no son seres humanos. Así que lo que nos estamos jugando es recaer en un estadio previo a la institución del ser humano como portador de derechos que es preciso atribuir a todo el que tenga rostro humano. Sin ese concepto de ser humano no hay democracia. Sin él, tarde o temprano la diferencia ser humano/ser inhumano se impondrá y con ella emergerá de nuevo la peste. Esa es la batalla que tenemos en el horizonte. Se trata de disolver una atmósfera premonitoria; de estar convencidos de que podemos ordenar la emigración sin entregar nuestros valores fundamentales.

De otro modo, cederán nuestras fortalezas morales como si fuera una epidemia. Pero cuando comprendemos la índole de la batalla que se avecina, entonces nos damos cuenta de que la peste también la tenemos dentro. No debemos aquí hacernos ilusiones. Llevar adelante la política unilateral del Gobierno catalán e implementar la declaración de independencia (o vivir bajo el «como sí» ya se hubiera proclamado) es algo que no se podrá hacer sin reducir el concepto de democracia hasta hacerlo irreconocible. En realidad, ya no lo reconocemos cuando escuchamos a ese muecín del Ayuntamiento de Vic llamando a la oración independentista. Pero no tener en la mano sino la receta del 155 es demostrar igualmente que el Estado español no puede prometer a Cataluña un futuro democrático.

En la batalla que se avecina, y que la atmósfera nos anuncia, se tendrán que aprestar todas las fuerzas para tomar una decisión de alcance mundial. Esa decisión será a favor o en contra de la norma democrática. España no siempre ha estado del lado adecuado en estas situaciones. Cataluña no puede en esta ocasión ponerse resueltamente del lado equivocado. La tarea debería ser construir un pueblo español decidido a dar esa batalla. En todo caso, esa será una batalla que ganaremos o perderemos los europeos. Y algo es claro: como grupo humano reconocible sobre la Tierra no podemos permitirnos otro fracaso histórico. Ese sería de verdad nuestro final.