Para un arquitecto, y más si se dedica al urbanismo, es esencial la posición que ocupan sobre el territorio las edificaciones, las actividades o las personas. Es curioso comprobar cómo el lenguaje, en su propia construcción, ha hecho del término ´posición´ un rico referente de múltiples significados. Posiciones hay muchas; y variantes de la palabra, un buen puñado. Esto de las posiciones es por ello una excusa interesante para encabezar nuestras reflexiones, sobre la ciudad y el territorio que queremos y que nos preocupa como ciudadanos y usuarios.

La posición determina el paisaje, bien porque define un punto desde el que contemplar el entorno, bien porque forma parte -como una palabra en un texto- de un discurso visual y también cultural del entorno habitado. La posición es el lugar, es el desiderátum, de los arquitectos que siempre se han propuesto adivinar cuál era el genio escondido en él, porque pensaban que podía sugerir en sus oídos las condiciones particulares con las que una nueva arquitectura encontraría acomodo y coherencia allí aprovechándolo amorosamente. Esa quizá ha sido siempre la más legítima de las aportaciones que hemos podido hacer. Nada que ver con ese discurso tonto del mercado que simplifica y homogeneiza para poder meter en una hoja de cálculo el territorio y que le salgan las cuentas a los bancos o a los aficionados al tocomocho que pululan por ahí siempre dispuestos a dar el timo.

Pero quien sabe mirar el territorio e interpretar el paisaje con sensibilidad sabe que no hay dos sitios iguales, y que ni su historia, ni su forma, ni su valor son equiparables. Además esos lugares no se parecen en nada a un producto industrial sujeto a los vaivenes de la oferta y la demanda. Acabamos de comprobar, con la crisis que nos azota hace una década, que milagrosamente los suelos conservan gran parte de su valor aunque nadie los quiera comprar, y esto es así porque en ello son más importantes las decisiones políticas y administrativas que el tan cacareado mercado aunque sostengan una ficción. Si para determinar el precio de un tornillo hubiera que esperar a que un tan numeroso listado de departamentos administrativos, de dispar criterio, tomaran decisiones la producción industrial se hundiría irremisiblemente.

Los habitantes de las ciudades de tamaño medio actuales viven en un entorno caracterizado por la mezcla y la dispersión, por la complejidad. Algún nostálgico poco riguroso lo aprovecha para reivindicar fórmulas del pasado como el Ensanche o las composiciones con más contrastes del Movimiento Moderno, pero es que el pasado siempre nos parece más simple porque ya lo resolvimos, pero lo que hoy tenemos que enfrentar es muy diferente al problema que esas fórmulas tuvieron como punto de partida. Tampoco ayuda nada aplicar a los problemas urbanos el catecismo que ofrece recetas simples a cuestiones difíciles. Claro que todos queremos una ciudad y un territorio en equilibrio que no desperdicien su capacidad de renovarse o adaptarse a exigencias futuras que sea eficaz y eficiente, pero también debería preocuparnos sacar el mejor partido de sus capacidades implícitas que ya son de hecho nuestro patrimonio, porque al final de lo que se trata es de que los ciudadanos tengan la mayor calidad de vida posible sin por ello condenar a las generaciones futuras con una herencia llena de rigideces que las hipoteque. De gravosas fórmulas financieras estamos servidos.

Valga para ejemplificar lo que digo dos consideraciones de actualidad. La primera sobre la condena inmisericorde a la dispersión metropolitana, alentada aún más si cabe desde la administración urbanística ampliando el ámbito de planeamiento como si hacer más grande la diana asegurara el acierto del tiro. Ello sin plantearse de verdad cómo resolver la ordenación del suelo no urbanizable que tiene ya un papel diferente en la estructura y el uso real.

Véase lo ocurrido con esa vetusta fórmula del PATEVAL. O piénsese por un momento cómo se rasgarían hoy las vestiduras algunos, si tuviesen que valorar la pertinencia del ensanche frente al crecimiento por densificación de la ciudad amurallada. Por supuesto que significó más gasto para el ayuntamiento en su mantenimiento posterior y no digamos a quienes tuvieron que pagar al final el incremento de las infraestructuras que suponía pero ¿alguien diría hoy que fue una mala decisión? Es difícil no reconocer por ejemplo, y por tratar un tema de actualidad, los terrenos del PAI del Grao y no ver en ellos una oportunidad única, para que la ciudad de València disponga de un barrio singular que aproveche lo que está implícito en ese lugar, que es ser el final de la mejor decisión que fuimos capaces de tomar cuando inauguramos la ciudad democrática: haber hecho realidad el jardín del Turia. Conviene recordar las intuiciones, los aciertos y los errores cometidos en ese margen izquierdo que debe rematar el final de la estructura del río ¡Verde en la cabecera y verde al final, por favor! Altura y esbeltez en las edificaciones porque si algo tiene de virtud esa posición es poder hacer suyo el paisaje industrial del puerto que se proyecta sobre el Mediterráneo recuperando el que fue históricamente y vuelve a ser hoy el más importante en el occidente, enlace de culturas tanto más que de mercancías. Demos acomodo a esa tan propia capacidad de acogida de nuestra ciudad y que se vea desde lejos, también desde el mar como un saludo y una afirmación. Entendamos que el papel de ese lugar es ser rótula, no continuidad, lugar de encuentro, no más de lo mismo. Evitemos la desgracia de la Avenida de Francia traicionada en las ideas de sus proyectistas al densificarse a mayor gloria del negocio inmobiliario, que apenas consiguió dignidad con algunas ideas originales del primer Plan y la intervención salvífica de algún maestro foráneo del urbanismo contemporáneo. Dejemos hoy vestir de gala este lugar para que eleve la calidad de todo lo demás y aprendamos a poner en cada posición lo que toca poner y a no desperdiciar lo que es el patrimonio de todos que es el paisaje, el que ya hemos sabido construir y el que somos capaces de imaginar.