Estas semanas iniciales de septiembre, con una gota fría moviéndose a sus anchas sobre la península Ibérica y generando tormentas aquí y allá, me han sorprendido algunas informaciones en los medios de comunicación que se hacían eco del sentir de ciudadanos molestos por el aviso de lluvias intensas que luego no se habían producido. Alguno de ellos protestaba, con tono aguerrido: «Claro, habíamos hecho planes para el fin de semana y, al anunciar tanta lluvia, los tuvimos que anular. Y luego apenas llovió».

Estamos llegando a un punto de crispación social que comienza a se preocupante porque se manifiesta en lo más nimio. Y el pronóstico del tiempo se convierte en objeto de burla, de queja e, incluso, de querella. Ya se ha dado algún caso. La atmósfera es un componente del medio natural muy complejo. Su modelización, con fines predictivos, ha avanzado mucho en las últimas décadas. Casi se alcanza ya un 90 % de acierto a dos o tres días vista. Pero queda un margen de incertidumbre que tardaremos años en reducir. Y en algunas regiones del mundo, como en nuestro Mediterráneo occidental, la situación se complica un poco más, al ser un mar cálido, en fachada este de un espacio continental, dentro de una zona de circulación del oeste de las latitudes medias.

No es una disculpa. Es la realidad. Los pronósticos de estos días no han fallado. Y los avisos estaban bien dados. Determinar con exactitud dónde y cuándo va a llover con una gota fría caprichosa en las capas altas de la atmósfera sobre nuestras cabezas es, de momento, algo casi imposible. El sentido de precaución debe primar en estos casos, por encima de nuestras actitudes egoístas de vida cotidiana que no queremos ver alterada por ningún motivo.

Enhorabuena a AEMET y a su sistema de avisos. Repito, bien dados en estos días pasados. Reflexionemos sobre lo irracional de comportamientos sociales que no aceptan un mensaje de cautela mínima en situaciones de peligro, porque «nos estropea un día de playa». Tremendo.