Si fueras una amiga ahora te diría que me mandes un mensaje cuando llegues a casa». Se rió y se fue. No me escribió y no estoy preocupada. Estoy segura de que mi amigo Rafa está ahora en la redacción preparando las coberturas del lunes. Me acompañó a casa a las cuatro de la mañana y se fue caminando solo hasta su barrio. Media hora por las calles vacías de Barcelona en la madrugada de un viernes laborable. A una amiga no la habría dejado irse sola. Le habría insistido para que tomara un taxi o se quedara a dormir conmigo. Si Rafa no me hubiera acompañado, yo habría pedido un Uber desde el bar en el que estábamos, a escasos quince minutos a pie. Yo no voy sola en ninguna parte después de las dos de la mañana. Barcelona es una ciudad muy segura, pero aprendí desde muy pequeña, como todas, que ningún lugar es totalmente inofensivo para una mujer.

Yo tenía cinco años cuando a Míriam, Toñi y Desirée las secuestraron, violaron, torturaron y asesinaron yendo a una fiesta de instituto en un municipio valenciano que no llega a los 10.000 habitantes. La vida de las niñas de los noventa quedó marcada para siempre por la muerte de las niñas de Alcàsser. Las películas de sobremesa de Antena 3 tampoco ayudaron. Cada dos sábados, la ficción estadounidense nos contaba la historia de una niña secuestrada a la salida de ballet porque su madre llegaba veinte minutos tarde o la muerte brutal de dos adolescentes que bebían por primera vez en una discoteca y acaban asesinadas desnudas en un descampado.

Nunca he culpado a mi madre por el mensaje que me envía siempre -incluso ahora, que tengo treinta años- cuando son las tres y no he vuelto a casa. Con el tiempo, he perdonado a mi padre por dejarme salir siempre menos y hasta menos tarde que la mayoría de mis amigas. Por prohibirme subir en coches ajenos para ir de fiesta al pueblo de al lado. Por esa noche en la que me quedé aburrida como una ostra con dieciséis años mientras todas las chicas de mi pandilla fueron caminando de noche por la carretera para ir a una verbena.

Mis padres solo tenían miedo. Yo también lo tuve y lo tengo. El último año antes de irnos a la universidad, las amigas del barrio volvíamos siempre juntas compartiendo taxi. No sólo eso. Nos esperábamos unas a las otras a que entráramos en el portal y nos enviábamos un mensaje cuando ya estábamos metiéndonos en la cama. No nos habían violado entre la escalera y el ascensor. Alivio. Rocío salió un día sin nosotras y volvió caminando. Durante un trecho hasta su portal la persiguió un hombre. Logró entrar, corrió detrás de ella por las escaleras. Por suerte, no la alcanzó. A mí eso me traumatizó mucho más que las niñas de Alcàsser. Le había pasado a mi amiga enfrente de mi casa. Ese hombre seguía suelto, quizás lo siga aún hoy. Cada cierto tiempo corría el rumor o la noticia de que había un violador por el barrio de al lado. «Ten mucho cuidado, hija». Creo que no he salido nunca de mi casa sin esa despedida. Y tengo cuidado. El gasto en taxis no lo considero un capricho, sino un seguro de vida.

Si lees esto y piensas que exagero es que no has caminado mirando atrás y con las llaves en la mano. Que no has dudado si es mejor sacar el móvil y hacer que hablas con alguien o dejarlo en el bolso para no dar más alicientes a que te agredan. Que no has temblado un poco pasando al lado de un grupo de chavales al salir del gimnasio de noche. Que no preguntas cada vez que te mudas o viajas «¿hasta qué hora puedo caminar sola por la noche?». Esa es la medida de la seguridad de un barrio o una ciudad. Cómo de grande es la ventana en la que podemos ser libres. Cuándo cae el telón y pasamos a ser mujeres solas aunque vayamos en grupos de seis o siete.